Moverse en la montaña por la raya de la niebla, la línea que separa el mundo de las imágenes, pletóricas de verdor primaveral, y el del gris absoluto y sin perfiles, tiene el embrujo de todas las fronteras y los límites. Esa línea divisoria, tan definida desde abajo, se vuelve allí azarosa: gasas que bajan y suben, lienzos de gris que amenazan sepultarnos, pero al llegar a un nivel preciso se desflecan, imágenes que aparecen y se ocultan, o alcanzan la condición difusa de las figuras envueltas en celaje. Cuando, después de un tiempo, todo ese fronterizo mundo externo se va adueñando de las estancias interiores, el discurso mismo de la realidad, tan opresivo, con su agobiante sintaxis de verdades, calendarios y tenencias, se diluye, y el tranquilo entusiasmo de la vida gana espacio. En ese trance un sonido de esquilas, llegado del fondo de la niebla, nos revela el sentido en cada nota.