El martes pasado hubo huelga. La de la función pública española. Fue una huelga presidida por el espíritu de la derrota. A ella llegaron los sindicatos desde la convicción de que la convocatoria habría de resultar un fracaso. Movidos por el hundimiento de un proceso incubado de manera ilusa durante dos años en los que se alentó la ficción de que el terrible castigo de esta crisis, tan descomunal en sus efectos y tan poliédrica en sus orígenes, podría ser lidiada sin romper la alianza del gobierno con los sindicatos. El gobierno, por su parte, no fue dueño de sus actos. Esos que acabarían provocando la huelga. El Primero de Mayo Zapatero ni sospechaba que once días más tarde tendría que dar al Congreso las pésimas noticias que, finalmente, dio. Y mucho menos sospechaba que habría de acabar tan radicalmente con el discurso que tan radicalmente había mantenido hasta entonces. El sobresalto griego, el descontrol de los mercados, la constitución urgente de un fondo de garantía europeo y la exigencia de Merkel de planes inmediatos de austeridad de los distintos países para contribuir a ese fondo condujeron a un escenario impensado sólo días antes. Fue una situación de la que nadie fue dueño. El enésimo epígono de una crisis que nadie parece controlar realmente.

En España ni el gobierno era dueño de sus decisiones ni los sindicatos de las suyas. Ambos eran títeres de una tragedia en clave de guiñol donde otros manejaban los hilos. Cada uno acabó haciendo lo que en su naturaleza está. A sabiendas de que ni tocaba ni querían, ni era deseable. Los sindicatos porque debían justificar su existencia a pesar de que sabían que no se daban las condiciones para convocar la huelga, el gobierno porque no podía rectificar, los funcionarios porque no podían acudir. Fue como un combate en el que los púgiles suben al ring noqueados de antemano. Así están las cosas. Unas centrales sindicales haciendo una huelga que no querían hacer contra un gobierno que tomó unas medidas que no quería tomar. Y, finalmente, ni aquellas parecieron lamentar un fracaso que esperaban ni el gobierno lo celebró consciente de que, en absoluto, validaba sus propuestas. Y, también, la sociedad se enfrentaba a la huelga desde la derrota. Sabiendo que las medidas tomadas eran inamovibles. Y que, además, no disponía ya de dinero para costearse un día de paro.

Quién es, pues, el causante de todo esto. ¿Los estados? ¿Europa? La Unión Europea es una criatura en desarrollo. No dispone todavía de un sistema inmunológico lo suficientemente desarrollado para impedir lo que le ha venido encima. Se ve amenazada en su propia supervivencia a temprana edad. ¿La gran banca? Sin duda. Pero, también, arrastra su penitencia. La banca alemana, por ejemplo, la gran mayorista de Europa, se ha tragado las subprimes americanas, las cédulas hipotecarias españolas y Grecia. No parece descabellado que dé un puñetazo en la mesa y exija medidas que aseguren el cumplimiento de las obligaciones financieras.

¿Quién, pues? He aquí que aparece en esta coyuntura la auténtica cara del capitalismo. Una cara que carece de rostro. Un poder ignoto. Una hidra que ha incubado cabezas en todos los apéndices del sistema pero que no anida en ninguna parte en particular. Un poder global que no encuentra una instancia de similar tamaño y jurisdicción capaz de contrarrestarlo. Una sombra de la que participan, curiosamente, algunas de sus más cualificadas víctimas. El rostro insondable del capital. Y contra un enemigo abstracto no cabe la ira social. Se hace difícil la movilización. Se buscan señuelos con la condición de que tengan rostro. Se construyen enemigos falsos contra los que dirigir la ira. Zapatero es pista falsa. Y Sarkozy. Y Merkel. Incluso, Berlusconi. Todos han sido arrastrados por los acontecimientos. Es el síntoma de la derrota. Y del desconcierto.

No andaban desencaminadas las voces que, ya en 2008, advirtieron acerca de la posibilidad que esta crisis ofrecía de refundar el capitalismo. A falta de utopías socializantes, definitivamente enterradas en el 89, las miradas más sensatas se vuelven hacia el propio capitalismo para que se racionalice. Y, si es posible, para que se humanice. Para mitigar sus efectos devastadores. Al menos, devastadores para consigo mismo. No habremos aprendido nada si, cuando menos, no salimos de aquí conociendo la cara de quien hasta aquí nos ha traído. Y poniéndoselo difícil de aquí en adelante. Lo contrario sería instalarnos permanentemente en el espíritu de la derrota.