Lo que no quisimos hacer por las buenas, con tiempo por delante, dinero en las arcas y pocas urgencias, quizá debamos afrontarlo ahora por las malas. Cuando se pierde la confianza hay que trabajar duro para recuperarla y dejar de ser víctima propiciatoria de los mercados. No se trata de inventar parches y más parches inconexos, primero esto, luego aquello y todo a medias, sino de aplicar medidas que respondan a la raíz de los problemas. La reforma laboral es la primera, porque sin crear empleo no se conseguirá nada. Pero choca con los sindicatos, que resisten y se encastillan en su torre de irrealidad como si el mundo fuera igual que hace un siglo. Para repartir hay que tener. Para tener hay que crecer. Para crecer hay que cambiar.

Los funcionarios dieron el martes una lección a los sindicatos. La huelga en las administraciones públicas apenas tuvo eco. El fracaso no significa asentimiento.

Miles de trabajadores discrepantes, pero conscientes de la gravedad del momento, evitaron causar daños mayores a la economía del país o a sus propios intereses particulares. Los sindicatos deberían tomar ejemplo. Todavía en vísperas del paro, el líder de UGT, Cándido Méndez, se descolgaba con unas desenfocadas declaraciones para cuestionar la necesidad de reformas: "en España es fácil, rápido y barato despedir. Si no fuera así, no tendríamos 4,8 millones de parados", dijo.

Reclama Méndez como antídoto que el Estado siga invirtiendo a toda máquina, lo que no deja de ser un planteamiento insustancial. Precisamente, el desempleo creció en estos dos últimos años de manera espectacular, como nunca se había visto, justo cuando el gasto público se disparaba y, por añadidura, el endeudamiento. El alto paro es, entre los países desarrollados, una anormalidad económica de España. Tenemos el despido más caro de Europa y las cuotas sociales más altas. Somos el país con menos trabajo y con los impuestos sobre el empleo más elevados. Esta disfuncionalidad específica, que no sufre ningún vecino y no cabe esconder bajo el sayo de la crisis global, cuesta ya en subsidios el 3,2% del PIB y requiere remedios propios e inmediatos.

La realidad es que hay tantos parados no porque a las empresas les resulte sencillo poner a sus empleados en la calle sino porque en tiempos difíciles no cuentan con margen alguno para mantener los puestos de trabajo. Hay incluso sociedades que se ven abocadas al cierre por la incapacidad para asumir el pago de indemnizaciones a los operarios de los que necesitarían prescindir para reorientar su camino.

Muchos analistas, progresistas y conservadores, empiezan a considerar otros rígidos preceptos del mercado de trabajo, caso de la negociación colectiva, como perniciosos lastres a la hora de fomentar el empleo. Las condiciones laborales -salarios, horarios, jornadas, descansos, aumentos ligados a la productividad y no a los convenios sectoriales- tienen que ser modificables, por pura lógica, en función del balance y de la situación de cada empresa. Intentarlo con la ley actual en la mano, aunque prevea vías, es misión imposible porque sus preceptos, pensados en otra época para afianzar el liderazgo social de las organizaciones sindicales, se han quedado obsoletos.

La dignidad del trabajador está por encima de cualquier cosa. Su mejor defensa no se consigue amarrándolo de por vida a un puesto. Atarlo a un patrón al que no quiere es una condena. Conduce a una frustración como la que arrastran tantos profesionales que acaban haciéndose miembros de un comité de empresa con el único propósito de canalizar su malestar, dañar a la compañía todo lo que puedan y de paso blindarse.

La dignidad se conquista ofreciendo al trabajador la capacidad de elegir empresario, lo que sólo es posible si abundan los puestos de trabajo. Para repartir la riqueza primero hay que crearla. Eso lo ha descubierto hasta un izquierdista como el presidente brasileño Lula. Hay que dejar de concebir cada empresa como algo ajeno y empezar a considerarla como una obra colectiva, el resultado de un compromiso que abarca desde el ocupante del puesto más básico hasta el ejecutivo máximo.

Europa sufre dos cornadas sangrientas, la griega y la húngara; socios de mala reputación como España; duros padecimientos por la carencia de una unión económica y política que pone al aire sus miserias y un euro de credibilidad menguante cuya debilidad es terreno abonado para los especuladores. Como dijo el ministro de Exteriores de Alemania, "la alternativa es una auténtica integración o la disolución". España padece una competitividad en alarmante retroceso, un endeudamiento privado insoportable y un déficit público desbocado. La alternativa es ajustar todas las cuentas pendientes -la reforma financiera, la del estado del bienestar, la de la administración pública, la de la educación, la de la calidad del sistema político...- o condenarse a una larga etapa de estancamiento, la "década perdida" de Japón o Latinoamérica.

Estamos ante terribles encrucijadas. Por eso es tan importante actuar con responsabilidad, sin intransigencias. Metidos en pleno fragor de cambios en el mercado laboral, hay que empezar por reclamar ese talante a los sindicatos. No existen las soluciones perfectas, cada una entraña un coste y un riesgo. Lo dramático es no emprenderlas, o hacerlo chapuceramente, por temor a esos costes y a esos riesgos. Para volver a ser prósperos hay mucho que modificar. Empecemos.