El debate sobre el futuro de las diputaciones provinciales sale a la luz pública como los ojos del Guadiana de tarde en tarde. Especialmente cuando se anuncian reformas en la legislación local como en estos momentos, en los que se prepara la nueva Ley del Gobierno Local en el seno del Gobierno de España, o se tramita en las Cortes Valencianas la nueva Ley de Régimen Local de la Comunidad Valenciana.

Tanto la financiación local, como la consecución de un nuevo marco legislativo del gobierno local son cambios que las entidades locales necesitan de manera urgente. Como también es necesaria una revisión a fondo del papel que deben desempeñar las corporaciones provinciales en este nuevo escenario. E incluso me atrevería a decir que deben ser revisadas en profundidad, tanto en la manera de elección de la Corporación Provincial que hasta la fecha se hace de manera indirecta, en su dependencia económica del Estado y de las Autonomías, o en las competencias que deben desempeñar.

De esta redefinición de las reformas necesarias e incluso de la desaparición de las diputaciones provinciales, los representantes políticos solemos también opinar cuando sale el debate a la luz pública. Pero nunca acabamos de abordar en profundidad la misión que deben cumplir en la sociedad actual. Seguramente porque hasta la fecha, nadie ha puesto encima de la mesa una alternativa viable que sea capaz de asumir las competencias que en este momento tienen las instituciones provinciales.

Los que hablan de su desaparición argumentan que se trata de instituciones decimonónicas, superfluas y centralistas. Sin pararse a pensar lo que de bueno tiene para las poblaciones pequeñas y medianas, la existencia de las diputaciones. No parece demasiado serio plantearse el futuro del ayuntamiento de ayuntamientos desde la perspectiva de que se trata de instituciones nacidas en el siglo XIX, muchos estamentos del Estado surgieron con anterioridad a este siglo y nadie les cuestiona su continuidad por razones de antigüedad.

El debate de las diputaciones debe abordarse en mi opinión desde la perspectiva de la utilidad, de si su existencia beneficia o perjudica a los ciudadanos y ciudadanas y de las reformas que deben acometerse para evitar las duplicidades administrativas o la asunción de competencias que no le son propias.

No puede negarse que las corporaciones provinciales son miradas con recelo por los gobiernos autónomos. Cuando el presidente de la Diputación de Alicante habla de contrapoder frente a la Comunidad Autónoma, está sembrando el campo de la desconfianza. En todo caso las diputaciones deben jugar el papel de correa de transmisión entre el Estado central, el gobierno autonómico y los municipios en todas las direcciones posibles. Por tanto no cabe hablar de confrontación con el resto de las instituciones políticas, sino de diálogo y de acuerdo.

Seguramente por aquello de que lo que funciona medianamente mejor no tocarlo, nadie se ha atrevido en serio a plantear el papel real que tienen que desempeñar las diputaciones provinciales. Lo que se ha convertido en la práctica que en muchos casos se asuman competencias o se desarrollen proyectos que distan mucho de la defensa de los intereses de los ayuntamientos. Si echamos un vistazo a la trayectoria seguida por la Diputación de Alicante, nos encontraremos ante una institución que en algunos aspectos sí que pone en práctica el principio de colaboración y solidaridad intermunicipal. Pero en otros muchos la labor que desarrolla la institución provincial alicantina tiene como objetivo la promoción política de quien la preside, el mantenimiento de un círculo de poder que aviva las luchas internas del Partido Popular y la ayuda subjetiva a los municipios que son fieles al presidente. En este caso sí que habría que dar la razón a aquellos que piensan que el papel de las diputaciones es superfluo. Puesto que quien ostenta la Presidencia utiliza parte de sus competencias para otros cometidos que no son los que tendrían que ser.

Como bien afirma la investigadora Mayte Salvador Crespo, "las diputaciones deberían concentrarse en cooperar y asistir a los municipios para que de verdad estos puedan cumplir su importante papel de proveer servicios básicos de calidad y acercar la democracia a los ciudadanos".

En mi opinión estas palabras encierran el sentido de lo que deben ser las diputaciones del siglo XXI. Los gobiernos provinciales deben trabajar al mismo nivel que los ayuntamientos, compartiendo y distribuyendo recursos, ofreciendo servicios comunes que ayuden a optimizar el gasto público y logrando que todos los municipios, sea cual sea su tamaño, ofrezcan servicios de calidad. Pero todo esto no se va a conseguir si el debate, o la respuesta al debate, se plantea desde la confrontación con el resto de administraciones, o ignorando en muchos casos la importante labor que desempeñan algunas diputaciones que sí han adaptado su funcionamiento a la sociedad española del siglo XXI.

Es posible otra mirada sobre las diputaciones; es posible una nueva redefinición sobre las instituciones provinciales; es posible luchar desde las diputaciones por una verdadera autonomía local: es posible respetando la Constitución encontrarles el verdadero sentido que es defender la verdadera autonomía local, la de los ayuntamientos. A partir de ahí nos podremos plantear si son o no son necesarias las diputaciones. El debate queda abierto.