La madrugada del 3 de diciembre de 1984 en Bhopal, una ciudad del centro de la India que superaba el millón de habitantes, sufrió una nube tóxica cargada con 42 toneladas de isocianato de metilo, un producto muy venenoso. En la fábrica de pesticidas de la química estadounidense Union Carbide habían desactivado, para ahorrar, el sistema de refrigeración de los tanques y el catalizador de gases previo a la salida a la atmósfera y las tareas de limpieza de la planta se hicieron mal: el agua a presión y los cristales de cloruro sódico, restos metálicos y otras impurezas entraron en contacto con el gas almacenado e iniciaron la reacción que acabó en lo que ha sido etiquetado como la peor catástrofe industrial de todos los tiempos.

Murieron 15.000 personas, según cifras oficiales, y 100.000 más quedaron con secuelas permanentes: cáncer, enfermedades de estómago, hígado, riñón, pulmón y trastornos hormonales y mentales. Obviemos los animales muertos y el terreno afectado.

Warren Anderson, director de la planta, huyó y es prófugo junto a otros directivos extranjeros, pendientes de juicio 26 años después. El lunes pasado, un tribunal de Bhopal condenó por negligencia a 8 antiguos empleados -indios en torno a los 70 años, uno fallecido- a dos años de prisión y a pagar 100.000 rupias (1.774 euros). Salieron bajo fianza. Union Carbide pagará una multa de 8.870 euros.

Por acuerdo extrajudicial con el gobierno indio en 1989 la indemnización a las víctimas alcanzó los 393 millones de euros. Tendrían que haber recibido hasta ahora 890 euros por cabeza; muchos aseguran no haber visto una rupia.

A pesar de todos los esfuerzos que estrena Europa por igualarse al mundo en desamparo nunca podremos competir con las condiciones de insalubridad, injusticia e impunidad que ofrecen países emergentes donde la carne humana está infinitamente más barata.