Una oleada de melancolía geopolítica sacude Europa. Y no es para menos. Cuando en 1989 fue inhumado sin honores el cadáver del comunismo pareció que se abría la puerta a una feliz reconciliación de los pueblos europeos en una sola matriz de progreso, de estabilidad y de paz. Pero todo eso está en entredicho.

La melancólica Europa, culta pero impotente, el viejo balneario, que no es más que un nombre para la Utopía, ha vuelto por donde solía. Y ha vuelto por partida doble, pues a la huella melancólica que en muchos (no sé en cuántos) dejó el colapso del comunismo se une ahora la procedente del desconcierto monumental generado por la Gran Recesión, o sea, por la crisis de un sistema que deja al descubierto, entre otras cosas, las debilidades del concierto europeo integrado en la UE.

Mientras la Historia continúa, probando que su fin no ha llegado, la UE navega a la deriva en medio de torbellinos que amenazan con desarbolar lo que queda de sus señas de identidad: un modelo de bienestar, de diversidad cultural y de esperanza para otros pueblos. Porque seamos claros: el objetivo de "los mercados", con su permanente acoso a los gobiernos europeos, obligados a ejecutar la partitura compuesta por aquéllos, no es otro que el desmantelamiento del Estado Social.

¿Cuál va a ser el ánimo de la gente que asiste impotente al espectáculo de que cada uno de los elementos de la casa levantada con su trabajo van desapareciendo, un día una pared, otro el tejado? ¿Qué ocurre cuando los recuerdos que cuidadosamente conserva, sus muebles y objetos queridos, se exponen a la luz del día para ser embargados y subastados? Es lógico que la melancolía se adueñe de la escena y que ésta se pose especialmente en eso que se denomina "intelectuales" (cuya afición al lamento es bien conocida, lo que desemboca normalmente en otras utopías).

El estado melancólico a que me refiero no proviene simplemente de la constatación de que la vieja Europa ya no está en condiciones de dictar la Historia, como en los tiempos del Renacimiento y de la expansión colonial. Proviene del hecho de que, al mundo, estas consideraciones ya no le importan.

No sé cuál podría ser el remedio de la melancolía, o de la depresión, un trauma más grave aún que se da, colectivamente, en países como España. No tengo ni idea. Pero sí me parece que la receta no pasa por extender la mirada a otros modelos, en la tradición que se remonta a Tocqueville o, recientemente, a Claus Offe. No es copiando a los norteamericanos como saldremos de ésta, como algunos aseveran (por más que en muchos aspectos sean un pueblo admirable). Aquí en España tampoco ayuda a templar la depre la sonrisa de gato de Cheshire de Zapatero (del que primero ves las sonrisa y luego el gato), las arengas previsibles de Leire, la indolencia perversa y destructora de Rajoy, el camuflaje inconcebible de Camps, y, en general, las aportaciones de otros muchos líderes que, a diestro y siniestro, hacen que evoquemos con melancolía otros momentos pasados en que la clase política era más lúcida y determinante.

Cambiar la mentalidad supone esforzarse por hacer cosas bien desde el principio, y empezar cuando antes. Como dije, el campo de juego de la política se articula a partir de ahora en torno a un eje: los que están decididos a defender el Estado Social (un modelo de Estado que tiene que ser debidamente reformado y perfeccionado, para mantener sus pilares) y los que están a favor de que, directa o indirectamente, se desmantele, lo cual, además de ser un buen negocio para algunos, hará que cada cual corra su propia suerte.

No hay que olvidar que el modelo social europeo no sólo refleja aspiraciones de las clases trabajadoras: ha sido y es un esquema que integra a las clases medias, beneficiarias también, y no en poca medida, de los valores de igualdad y equidad a los cuales responde.

Salir de la melancolía sin caer en la Utopía. De eso se trata.