Por regla general, la mayoría de la gente andamos con una cierta confusión acerca de lo que es el maltrato a una mujer y, sobre todo, cómo empieza. Lo que llega al público al final son noticias macabras como las de estos últimos días, o sea, asesinatos ya perpetrados y sin posibilidad alguna de rebobinar la vida. Y con exasperante frecuencia llegan también los comentarios de los vecinos, "quién hubiera imaginado que esto podría pasar, eran una pareja normalísima; hombre, tenían sus rifis-rafes como cualquiera, pero vaya, lo corriente".

Lo primero que una se pregunta es qué habría que considerar como "lo corriente". Y descubre con inquietud que casi nadie considera maltrato algo que, examinado con un mínimo de sentido común, evidencia ser la puerta más clara hacia futuros males mayores: la inveterada, habitual y repetida falta de respeto del macho (la mayoría de las veces apenas "machito", porque suelen empezar de jóvenes) hacia "su" mujer. Son esos hombres (por llamarles de alguna manera, claro), que encuentran lo más normal del mundo ir emporcando la casa inmediatamente después de que su mujer se haya dejado los riñones limpiándola, regando con sus zapatos, chanclas, calzoncillos guarros o calcetines sudados todas las habitaciones (ya se agachará ella a recogerlos), y dejando la encimera de la cocina pringosa y chorreante de aceite, tomate y restos sanguinolentos de filete, como si una misteriosa parálisis de los miembros superiores les impidiera pasar una bayeta por ella dejándola como la encontraron.

Lo malo de estas situaciones es que la incipiente maltratada no acostumbra a ser consciente de su situación. "Es muy desordenado", "va con prisas", "está acostumbrado a vivir en un piso entre tíos" pueden ser algunas de las excusas con que, invariablemente, lo disculpa. Al menos, en los primeros tiempos de la convivencia. Con parecida benevolencia acostumbra a pasar por alto que él, al salir de trabajar, se vaya "a tomar unas cervezas con los compañeros para quitarse el estrés"; como si la casa, los hijos pequeños y los tropecientos problemas que se presentan diariamente en un hogar, aumentados por las penurias de esta época de crisis, no fueran tan estresantes, o más, que los que le hayan podido surgir en el curro a su compañero. Y, naturalmente, pasa lo que estaba cantado que tenía que pasar: que un día, o dos, o cuatro, esas "desestresantes" cervezas se prolongan hasta la alta madrugada o hasta bien entrada la mañana, y el machito asoma ciego como un piojo, dando traspiés y con un par de condones en el bolsillo, señal de que la noche no fue tan inocente. Y más señal de que a "su" mujer, la que se ha quedado en casa esperándole (y disculpándole), la respeta más o menos como a sus zapatillas sudadas.

En esa dinámica acostumbran a tener un papel preponderante los amigos (por llamarles de alguna manera) de él, que le alientan a seguir con su vida de soltero y a no "desperdiciar su juventud" entre las paredes de la casa cambiando pañales, que para eso ya está la mujer. Y él prefiere que le aplaste una apisonadora, antes que "no dar la talla" ante sus venerados congéneres. Entretanto las señales de emergencia que inconscientemente lanza la mujer, ya más que incipientemente maltratada, son claras: un cansancio profundo que le entristece la expresión, una inseguridad creciente brotada de la autoestima diariamente machacada, una ansiedad que se va acumulando inevitablemente y una progresiva falta de ilusión. Los demás, especialmente los que más la quieren, lo ven con preocupación; ella, como es habitual en estos casos, es la última en darse cuenta. Hasta el punto de llegar a enfadarse con quienes intentan ayudarla.

Esto, lamentablemente, lo estamos viendo todos los días: no hay más que mirar alrededor. Lo tremendo, lo peligroso del asunto, es que tanto el machismo recalcitrante como la falta de respeto a la mujer no son estáticos sino progresivos. Es decir, crecen. Y lo que hoy es un calcetín apestoso tirado sobre un suelo recién fregado, mañana será un desprecio en público, un exabrupto o un insulto directo, y pasado mañana puede ser, si no se ponen a tiempo los medios para impedirlo, un bofetón. Y entre el bofetón y la paliza las lindes acostumbran a ser demasiado borrosas.

Tanto como claras son las previsibles consecuencias de un maltrato ya declarado que no se abortó en su momento. A saber, (y no hay más que consultar los medios de comunicación de estos días): la muerte de la mujer a manos de su pareja. Así que desde este rinconcillo del periódico permítaseme, por un día, meterme en el campo de batalla de Mar Esquembre (que por cierto defiende como nadie), para exhortar a las mujeres, a todas pero en especial a las más jóvenes que aún están a tiempo, a que no se dejen comer el terreno por ningún macho. Por mucho que crean quererlo. Y si ellas solas, de tanto ser machacadas no se sienten con ánimos ni fuerzas para pararles los pies, que pidan ayuda, que hay una legión de mujeres (y de verdaderos hombres, afortunadamente, también), dispuesta a bajarle los humos y las chulerías de una vez por todas a los machitos al uso. O sea que escrito queda para que vayan tomando nota, ¿vale? Pues eso.