Lo más importante del turismo son los clientes. Esta es una máxima que se puede compartir con cualquier actividad comercial sobre todo en aquellas que se materializan en la fase de consumo final, o sea, en las que nos encontramos cara a cara con el cliente; nosotros vendiendo y ellos consumiendo. Pero, no nos equivoquemos, si hay algún negocio en el que el cliente ejerce toda su exigencia y todo su poder ese es el del turismo. De hecho el turista consume el producto que le acabamos de servir ahí mismo, ante nuestras barbas, sin trampa ni cartón. Este es un comercio en el que no cabe el disimulo ni el arte de birlibirloque. Este poder, el que posee el cliente, está basado en la libertad de elección y en su capacidad para hacer realidad esta libertad de inmediato. En el mismo momento de sentirse decepcionado el turista puede cambiar de hotel, de restaurante o de destino; cosa que no ocurre cuando se compra un coche, un electrodoméstico o un montón de cosas más a las que uno permanecerá atado sin poder desprenderse de ellas durante mucho tiempo. Esta es la grandeza del turismo. Esto es lo que garantiza al cliente el compromiso de servicio por parte de los que ofrecemos los productos. Esto y una clara vocación que creo que a estas alturas nadie puede poner en duda.

Por tanto, empresarios, empleados, servidores públicos (¡cómo me gusta esta definición!) y todos los que por estas zonas vivimos del turismo -o sea todo el mundo-, cuando pensamos en crear, modificar o perfeccionar cualquier servicio o actividad turística debemos averiguar previamente cómo lo va a percibir y valorar el turista. Si el cliente lo encuentra positivo, adelante. Pero si no es así, o simplemente el cliente no va a percibir el cambio como una mejora, el esfuerzo no vale la pena.

Y esta es una norma que cobra especial importancia para ser aplicada ante las actuaciones de la Administración. La Administración, que posee competencias para actuar en materia de turismo, debe ser muy escrupulosa en contemplar la visión del cliente en sus actuaciones. Generalmente la normativa que emana de la administración obedece y da respuesta a una serie de criterios o premisas; éstas suelen producirse a instancias de los propios representantes de la Administración o del sector privado, pero escasamente influencian en la toma de decisiones la opinión de la clientela. Acabamos de asistir a un hecho protagonizado por la Conselleria de Turisme que puede ser ejemplo, paradigma y resumen de todo lo antedicho; me refiero a la aparición de los nuevos distintivos que identifican las diferentes empresas y establecimientos turísticos tutelados por este organismo autonómico. Son esas placas que se tienen que colocar en las entradas de los establecimientos para informar de lo que el cliente va a encontrar en el mismo.

Se trata de 74 símbolos diferentes (sí, setenta y cuatro) que identifican, califican y matizan todas las posibilidades de establecimientos turísticos que pueden existir en la Comunidad Valenciana. Señores, el alfabeto español no llega a treinta y combinándolos podemos elaborar el presente texto -y no digamos los buenos escritores lo que son capaces de hacer con ellos-. ¿Y el chino que no tiene más que una cuarentena? ¿Quiere esto decir que el lenguaje turístico va a tener más matices expresivos que estas lenguas tan ricas? Menuda borrachera "f-u-n-c-i-ó-n-p-ú-b-l-i-c-o-a-d-m-i-n-i-s-t-r-a-t-i-v-a" (sólo he usado 17 símbolos del alfabeto castellano para componer este palabro). ¿Se dan cuenta de que si se exige el conocimiento de este conjunto de 74 símbolos para aprobar las oposiciones de acceso a la Conselleria la cosa se va a poner complicada? (Tranquilos que estoy exagerando. No creo que se atrevan a ponerlo tan difícil). Desde luego los inspectores se lo tendrán que aprender, pero otra cosa es la interpretación que de ellos lleguen a poder hacer los clientes. Los clientes seguro que no lo van a dominar; así que no les van a servir de gran cosa. Entonces, ¿para qué sirven? Si los turistas no van a obtener beneficio ni van a valorar positivamente el esfuerzo realizado por la Administración ni el que ahora van a tener que hacer los empresarios para adaptarse, ¿en quién se ha pensado? No me quedan más que los rectores de la Administración autonómica.

Estamos ante un posible panorama de auténtico desconcierto para el visitante, ya que como las competencias para realizar esta labor -la de la señalética oficial de las empresas- residen en las 17 comunidades autónomas de España y todas ellas están en su derecho de decretar semejante originalidad diferenciadora, esto podría dar como resultado someter al turista que se llegue por España al traumático impacto que le produciría encontrarse con 1.258 símbolos para identificar al sector -casi nada-. Pero, no se equivoquen que no se me ocurrirá pedir una señalización nacional por parte del Estado, porque podríamos tener que incorporar otras 74 señales más (las del Gobierno central) y alcanzar la bonita cifra de 1.332 placas.

La conveniencia de emplear pictogramas se basa en su capacidad para aportar simplificación y claridad a la información que deben comunicar a su público objetivo, es decir a quien va dirigido el mensaje y, en este caso por lo menos, les estamos estresando con un grafismo tan farragoso que lo que hacemos es perjudicar aún más sus ya maltrechas meninges. Eso no es defender al consumidor y la Unión Europea debería intervenir en esta cuestión unificando criterios y aplicando un poco de sentido común (del que, a veces, tampoco andan muy sobrados). No se trata de entender esta intervención europea en clave de pérdida de autonomía sino como servicio y ayuda al consumidor. No sé si los legisladores autonómicos lo agradecerían pero, estoy seguro que sí lo harían las empresas y los turistas.