Camps vive en otra dimensión, su vida aderezada de calaveradas palaciegas, empalagosas charlas con amiguitos o visitas a sastrecillos timoratos serviría de inspiración a Lewis Carroll para publicar un nuevo libro que compitiera con su Alicia. Es la felicidad personificada, emana satisfacción por todos los poros de su cuerpo, por todos los dobladillos de sus trajes. La felicidad, esa entelequia que la humanidad persigue con insistencia desde los grandes filósofos griegos es una constante en la vida de nuestro desacreditado honorable. No es que tenga momentos, instantes felices como el resto de mortales, no, él, habitante de un estadio superior al nuestro, la posee. Siguiendo la línea aristotélica que explica que la felicidad consiste en hacer el bien, como discípulo aventajado no pierde un instante para ponerse a la tarea. Desde su posición privilegiada ha ido repartiendo entre sus allegados, entre sus amiguitos del alma, todo lo que ha estado en su mano, o en la de otros. Haciendo el bien a sus semejantes, a sus pares. Filantropía con dinero ajeno. Consigna que sectas, congregaciones o prelaturas plasman entre sus preceptos más valiosos para la captación, para el proselitismo.

Cuando cualquiera estaría como mínimo abochornado, avergonzado o confundido, nuestro jefe del Consell proclama su felicidad por la persecución, dixit, a que está siendo sometido junto a sus amiguitos. Apropiándose de la felicidad desde la paranoia. Ecce homo de la fiscalía, ecce homo del juez Pedreira, ecce homo de los nuevos fariseos, ecce homo perseguido, acorralado por quienes envidian su facilidad para la felicidad. Desvaríos, obsesiones, manías persecutorias. Delirios en la inopia. Feliz por un posible juicio, por una posible imputación. Felicidad masoquista, complaciéndose en la humillación, en el maltrato que según él le dan sus adversarios, sus enemigos. Es más feliz que ayer, pero menos que mañana, es la medalla de la madre felicidad hecha carne, hecha verbo. Sonríe con el conocimiento de nefastas noticias, las malas nuevas le provocan hilaridad, es de otro reino. Érase un hombre feliz. En el abismo de su carrera política la dicha le adorna.

La felicidad proviene de la posesión de un bien; ahí radica su enorme felicidad. Poseedor de bienes materiales, vía laboris, vía extranjis, complaciéndose de ellos, estado de ánimo que acompaña. Tres tristes trajes traen tremendas trabas. Indicios de siete delitos: prevaricación, tráfico de influencias, cohecho propio e impropio, delito electoral, falsedad documento mercantil, blanqueo de capitales. Dictando a sabiendas resoluciones injustas, consiguiendo ventajas y/o beneficios ilegales, aceptando sobornos, tergiversando escritos entre partes, lavando dinero contaminado. Demasiadas sospechas, abrumadoras presunciones que debieran devolver a la triste realidad al honorable en hesitación. Érase una vez un gobernante feliz, un presidente feliz, un pueblo insatisfecho, enojado, molesto, decepcionado.

La trágica felicidad presidencial no es compartida. Ni por los ciudadanos, atónitos ante los acontecimientos, ante los discursos, ni por la franquicia popular alicantina que evita contactos que le puedan contagiar de la demente enfermedad. Devolviendo desaires, preparando vendettas. La sociedad reclama honestidad en los actos, prudencia en la oratoria, compostura en las formas. Honradez por aclarar, escasa reflexión, nula continencia verbal en la intimidad. La dignidad democrática obliga a la dimisión. Nadie es imprescindible y menos quien se aferra al poder desde una vocación de servicio viciada. Nada puede distraer a quien gobierna de sus obligaciones para con los ciudadanos, que confiadamente pusieron en sus manos bienes y servicios. La posibilidad de ver al presidente de la Generalitat en el banquillo ha de dar paso a la de que el que pueda sentarse sea Francisco Camps.

La felicidad consiste en ser libre, es decir, en no desear nada. Epícteto.