Sabemos que los problemas de convivencia en la escuela constituyen una de las evidencias más crudas de las disfunciones de los sistemas escolares, y de las sociedades que los conforman. También sabemos de la preocupación creciente ante los mismos, no sólo por sus efectos negativos en los resultados escolares, sino también por su expresión en forma de comportamientos incorrectos, a veces violentos, entre iguales o contra los profesores. Ahora bien, los conflictos educativos suelen rodearse de prejuicios que no permiten ver con facilidad qué está ocurriendo, en los centros y fuera de ellos.

A mayor abundamiento, incidentes graves como el acaecido en Pozuelo el pasado septiembre o la presunta agresión sexual sufrida recientemente por una estudiante de la Marina Baixa, provocan la convergencia de demasiadas miradas en la escuela y en los profesores, la penúltima barrera a batir, después de la abdicación -dicen- de los padres. Una convergencia de miradas extrañas que ha contribuido, además, a desatar un clamor cargado de melancolía: ¡una ley para devolver la autoridad a los profesores! Un clamor que parece haber olvidado la existencia del artículo 550 del Código Penal y la oportuna Circular de la Fiscalía General del Estado de noviembre de 2008: "Sobre la calificación jurídico-penal de las agresiones a funcionarios públicos en los ámbitos sanitario y educativo"; un clamor, en fin, que desembocó en una demanda tan retórica como arbitrista: nada menos que una nueva ley para promover "la consideración de los profesores como autoridad pública".

Por cierto, un clamor que arrancó en Madrid y se está extendiendo por todo nuestro país, llegando hasta el Mediterráneo. Y, hete aquí que los que nos mandan, olvidando las evidencias de la sutil "paradoja de la alterabilidad" (los factores influyentes en la convivencia y mejora escolar son difícilmente alterables, y los factores fácilmente alterables carecen de influencia en ellas), cual nuevos arbitristas, se suman "esperanzados" al clamor ese que llegó desde la Meseta.

Un curioso proverbio reza: "si queremos cambiar lo que hacemos, hemos de cambiar lo que pensamos". No estaría mal que aprendiéramos, y pronto, a pensar los conflictos escolares enmarcados en los conflictos y problemas de fuera de la escuela, y a asumir que, desde tiempo ha, el territorio escolar es también "un territorio para la sociabilidad" (no sólo para la socialización) de nuestros jóvenes y, por consiguiente, vulnerable a los vendavales del exterior. Así, llegaríamos a la conclusión de que no se puede reconstruir la convivencia escolar y la autoridad de los profesores sin reconstruir la convivencia social, ni poner soluciones a los conflictos extra-escolares con medidas meramente escolares y administrativas. Al respecto, pretender resolver los problemas de convivencia en la escuela metiendo el derecho administrativo dentro de ella conduce a titulares tan reveladores como, "los recursos judiciales de los padres impiden a los colegios expulsar alumnos conflictivos" (INFORMACIÓN, 4-V), anticipo del frustrante cierre de un instituto por las dificultades administrativas para expulsar a un alumno.

En consecuencia, podrá resultar fácil aprobar una "ley para devolver la autoridad a los profesores, considerándoles autoridad pública", pero es poco probable que esa nueva ley vaya a influir de manera efectiva en la reconstrucción de la convivencia escolar, un factor necesario para mejorar los pobres logros de nuestras escuelas. Eso sí, la justificada melancolía que inunda el mundo educativo (tan necesitado de empatía por parte de la sociedad que lo enmarca), habrá servido de coartada para otra ley estúpida, por inútil (según la citada Circular de la Fiscalía General del Estado, remitida a las fiscalías en noviembre de 2008, los docentes de centros públicos ya tenían la consideración de autoridad a efectos penales), pero habrá servido de cortina de humo para tapar las vergüenzas de la educación valenciana.

No obstante, la más que previsible irrelevancia de la ley que inicia ya su itinerario parlamentario, sea bienvenida por si acaba ayudando, siquiera tímidamente, a reforzar la consideración social y política de la educación como un derecho ciudadano fundamental y una prioridad estratégica en la sociedad del conocimiento, o por si contribuye a situar la educación valenciana en el centro de todas las políticas públicas y a considerar la docencia como una profesión singularmente valiosa, una profesión que ha de ocuparse de formar el talento de cada ciudadano de esta Comunidad, procurando que no se malogre ninguno. Una profesión valiosa y, también, una profesión respetada por toda la sociedad, dispuesta a responder por los logros de sus alumnos y dotada de la autoridad propia necesaria.

Además, si la anunciada ley para la reconstrucción de la autoridad de los profesores viniera precedida por medidas que la hagan creíble -no más disparates pedagógicos del estilo de "la EpC a la valenciana", ni más arbitrariedades administrativas del tenor del anunciado ataque al bilingüismo en nuestras escuelas, ni más apelaciones al régimen disciplinario para acallar las críticas legítimas de profesores y directores, o corregir el atentado contra la representación de ese mismo profesorado en el Consejo Escolar Valenciano-, mejor.

La reconstrucción de la autoridad de nuestros profesores y del respeto por y en la escuela valenciana exige también otras políticas, otra forma de pensar la educación, para liderar el cambio que necesita con urgencia el frustrante paisaje educativo valenciano: el cambio hacia políticas públicas de clara orientación intersectorial comprometidas en lograr que nuestras escuelas sean núcleos destacados de una extensa red de instituciones de naturaleza diversa (social, cultural, asistencial, etcétera) orientadas fundamentalmente a reforzarlas y a apoyarlas, a ellas y a los profesores que las sirven. ¿Es pedir mucho?