Se trataba de un profesor muy truculento, muy dado a lo morboso. Le gustaba, creo, que sintiéramos miedo. Hablaba también con un entusiasmo absurdo de la hemofilia, que consistía en la incapacidad del cuerpo para taponar las heridas. En mi clase no había ningún hemofílico, lo que nos permitía jugar con las heridas sin problemas. No había día en el que no nos hiciéramos hermanos de sangre de alguien. Para ello, había que cortarse previamente, por lo general en un dedo, con una cuchilla de afeitar. Ni a nuestros padres ni a nuestros profesores les parecían mal aquellos juegos. Tiempos raros aquellos. O estos.

Ahora los niños no tienen costras en las rodillas. Ignoro cómo lo logran. Nosotros nos las arrancábamos con cierta crueldad para producir otra. El cuerpo humano, aseguraba nuestro profesor, tenía unos cinco litros de sangre. Yo llené un día de agua cinco botellas de litro, con el grifo abierto a tope, y comprendí que desangrarse llevaba su tiempo. Aparecía la costra antes de que hubieras perdido medio vaso. Una vez pregunté a mi profesor cómo conseguían morir los que se abrían las venas. Me proporcionó una explicación muy sugestiva.

-Porque se meten en la bañera -dijo-, con el agua caliente, para evitar la coagulación.

La imagen del suicida en la bañera me persiguió durante años, sobre todo cuando pensé que podía tratarse también de una mujer. Me turbaba y me excitaba a la vez. Todos estos recuerdos me vienen a la mente cuando veo por la tele las noticias acerca de la pérdida de crudo provocada, en el fondo del mar, por la plataforma petrolera de BP. La hemorragia de petróleo se parece mucho a una pérdida de sangre en el interior de una bañera. Parece que los esfuerzos de los médicos (o de los ingenieros) por taponar la herida no dan, de momento, resultado alguno. ¡Lo bien que vendría ahí una costra como la que se formaba en nuestras rodillas! Cuando se acaba la noticia, cambio de canal en busca de otro donde continúen hablando de mi pasado.