A estas alturas de la crónica de ausencia, cualquier palabra sobre el extraordinario talento - teatral, literario y cinematográfico - del desaparecido Fernando Fernán-Gómez sería ya una palabra de más. Se nos ha ido un genio. Un genio que, por cierto, tenía muy mal genio. Sus afines explican este lunar de su carácter como fruto de su timidez. Es posible.

En cualquier caso, aquel admirador suyo madrileño al que en ocasión de una muy comentada rueda de prensa trató con cajas destempladas no le ha guardado rencor y, tras hacer cola para entrar en el Teatro Español de Madrid, se acercó a darle un último adiós. Se acercó y entró en un teatro en cuyo escenario, amén de un féretro envuelto en una bandera anarcosindicalista, pudo ver que habían brotado media docena de mesas de mármol y unas cuantas sillas de hierro. Como si del «Gijón» se tratara, el velatorio se convirtió en tertulia de café patrullada por reporteros en medio de un ir y venir de gentes más pendientes de las cámaras de televisión que de honrar al muerto. Todo un espectáculo con la muerte de cuerpo presente. Ignoro si semejante puesta en escena obedecía a alguna disposición testamentaria del finado. De ser así, nada habría que objetar. Si, por el contrario - como parece - fue obra de otros, entonces tengo para mí que habría que criticar semejante trivialización de la muerte.

No digo yo que debamos retroceder hasta Jorge Manrique o a José Zorrilla en el entierro de Larra , pero entre la vieja y muy española tradición del recogimiento y el silencio que han sido los apellidos históricos de los duelos a la española y la cháchara farandulera alrededor de un féretro, media una cierta distancia. Dicho queda.

Descanse en paz el inolvidable maestro.