P arece que fue ayer cuando se le oía decir a don Julio Anguita aquello de ¡Programa, programa!, que en realidad no era tal sino una estrategia del pecé para desbancar al pesoe del gobierno de entonces, y que consistía en el «sorpasso», o sea, en escaparse del pesoe colándose por la derecha, como Fernando Alonso en Malasia con su McLaren, en singular combinación con pedrojota y el pepé. Aquello de Anguita no tenía nada de programa: era pura estrategia.

Lo del «programa» es un concepto obsoleto que sobrevive solo por inercia y por guardar las formas. Se utilizaba mucho en otros tiempos, en que se creía que un partido era una cosa seria, que tenía unos fundamentos sólidos y una visión científica de lo que iba a suceder, de manera que resultaba fácil desgranar las «medidas concretas» del programa que llevarían inexorablemente a ese futuro preconcebido. Se hablaba de «programa máximo» y de «programa mínimo», y era tal el influjo hipnótico que ejercía la palabreja, que todos los partidos, aunque no fueran tan «científicos», tenían su correspondiente programa.

Pero, como les digo, lo del «programa» no es tan importante hoy en día. Es más, casi se puede prescindir de él. Y no por la razón de que los programas sean textos inéditos que nadie lee jamás, salvo expertos y profesionales, o porque repitan una y otra vez lo obvio, con pequeños cambios. No: es que la gente no espera, ni mucho menos exige, ni cree posible en el fondo que un programa se pueda cumplir al pie de la letra: la gente lo que pide es que su partido no le engañe, que actúe de acuerdo con unos valores y principios, y que resuelva con arreglo a ellos, a ser posible, las situaciones imprevistas que se presentan, que son casi todas. Lo que la gente pide es que el partido o el líder por el que vota sean fiables y competentes.

Lo dice Edgard Morin, el padre del «pensamiento complejo»: La noción de programa ya no sirve a estas alturas como instrumento de las organizaciones. Un programa, que es una secuencia de acciones encadenadas para alcanzar determinados objetivos, sólo funciona si las circunstancias del entorno no varían y si hay una burocracia adiestrada para llevarlo a cabo de modo automático, sin tener que reflexionar.

Sucede sin embargo que los entornos varían más rápidamente que los programas y que los propios partidos políticos, en este mundo preñado de incertidumbres y en transformación constante. Por otra parte hay cada vez más gente en los partidos que no se aviene a obedecer sin más lo que está programado: quiere ejercer su responsabilidad, incluso frente a su partido, si hay que elegir entre ésta y la aplicación ciega de un programa.

Por ello, la palabra clave al día de hoy es la de estrategia, que es la capacidad de elaborar los escenarios donde la acción política va a tener que desenvolverse. La estrategia, a diferencia del programa, se elabora teniendo en cuenta que lo nuevo, lo inesperado, está llamado a modificar y enriquecer la acción inicial. La estrategia no se basa en certezas sino que incluye lo aleatorio, los elementos adversos. Esto no quiere decir que haya que liberar a los partidos políticos de asumir compromisos concretos con el electorado: por el contrario, deben ser capaces de suscribir eso que se llama con razón un contrato con la ciudadanía, y hacer honor a lo que firman. Pero eso no invalida la plasticidad de la estrategia como categoría superior, que requiere que haya gentes en los partidos que en lugar de ser pesos muertos, burócratas de sillón y cabildeo, sean capaces de contribuir a su elaboración y desarrollo permanentes.

George W. Bush, por ejemplo, tiene un programa, el de los neocom´s, pero carece de estrategia, y así le va. El señor Sarkozy tiene una estrategia, la renacionalización de la política en Francia, mientras que la Royal no parece que tenga ninguna, si acaso una especie de programa elástico. El pepé de Rajoy, que no tiene una estrategia global, tiene sin embargo una estrategia para las municipales, que consiste en que la gente no se fije en lo que han hecho y hacen los gobernantes de su signo en ciudades y autonomías, sino en que su voto servirá para tirar a Zapatero; de ahí el eslogan que ha fabricado con la palabra comodín «confianza» (inspirado probablemente en las recomendaciones de Edgar Morin);, del cual se podría decir: «dime de qué presumes y te diré de qué careces».

Entretanto, el pesoe, que tiene una estrategia global en torno a Zapatero, no tiene sino media para la cita electoral de mayo en la que se da prioridad al programa y a la personalidad de los candidatos/as, lo cual introduce los particularismos propios de este tipo de elecciones. Tengo mis dudas de si un rosario de iniciativas y propuestas todas ellas perfectamente ancladas en un programa, sea municipal, sea autonómico, tiene posibilidades de imponerse frente a una buena estrategia del contrario, aunque sea tramposa.

Por eso a quienes se afanan en el pesoe en la elaboración del programa les diría, como una sugerencia, no como un consejo, que dedicaran parte de su tiempo a la estrategia, que, en el caso de Alicante, por ejemplo, pasa por una cosa tan apremiante como poner a la ciudad en el mapa. José Asensi Sabater es catedrático de Derecho Constitucional de la UA