E l fin de la Guerra Fría, tras la caída del muro de Berlín y el derrumbamiento de la Unión Soviética y sus regímenes aliados del Este de Europa, entre 1989 y 1991, ofrecieron un marco que podía alimentar la esperanza de una nueva era presidida por la paz, la seguridad y la cooperación internacionales, en consonancia con los objetivos establecidos en la Carta de las Naciones Unidas. Sin embargo, el nuevo orden mundial resultante, que llega hasta nuestros días, se ha configurado en torno a la hegemonía política, económica, estratégica y militar de Estados Unidos. Los terribles atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York sirvieron en bandeja a la administración Bush el pretexto para reafirmarla y hacerla efectiva mediante la agresión militar, la guerra y la confrontación internacional.

En teoría la «guerra contra el terrorismo», actual eje de la política exterior e interior de la Casa Blanca, es la campaña liderada por Estados Unidos con el objetivo declarado de eliminar el terrorismo internacional combatiendo a los grupos considerados terroristas y poniendo fin al supuesto patrocinio del terrorismo por parte de determinados estados. En la práctica, por mucho que se presente como el paradigma de la guerra justa, supone la puesta en práctica de una estrategia imperialista destinada a mantener y consolidar la supremacía estratégica y militar de la primera potencia mundial. En la campaña de Afganistán, Washington rechazó medidas diplomáticas y judiciales favorables a la extradición de terroristas, a la que estaban dispuestos los talibanes, y se inclinó por una campaña de bombardeos basada en suposiciones más que en certezas. Todavía no se ha hablado de los crímenes de guerra estadounidenses en Afganistán, hacia donde han sido arrastradas tropas de otros países como España, quizás porque el paraguas de la ONU actúa, en este caso, de camuflaje del unilateralismo impuesto por la administración Bush.

En el contexto de la «guerra contra el terrorismo» la estrategia bélica de la administración Bush atribuye a Estados Unidos el derecho de recurrir a la «guerra preventiva» para eliminar cualquier desafío a su hegemonía global. La guerra preventiva implica la exageración o invención de amenazas para justificar el empleo «precautorio» de la fuerza militar. En Irak la acusación de que el régimen de Sadam Hussein disponía de armas de destrucción masiva y, una vez demostrada la falsedad de la acusación, de que tenía interés y capacidad para desarrollarlas convirtió al país en el gran campo de experimentación de la guerra preventiva. Los resultados están a la orden del día. Según el último estudio de la revista médica británica «The Lancet» el número de víctimas civiles desde el inicio de la invasión militar, el 20 de marzo de 2003, se eleva a 650.000.

El engaño y la arbitrariedad están indisolublemente asociados a la estrategia de la guerra preventiva. Las condiciones que reunía Irak para convertirse en la víctima propiciatoria de la misma nada tenían que ver con las armas de destrucción masiva sino más bien con su circunstancia de país empobrecido e indefenso después del embargo decretado por la ONU tras la 1ª Guerra del Golfo de 1991, con un régimen dictatorial que podía retratarse como la encarnación del mal y una amenaza para el mundo y con las terceras reservas mundiales de petróleo bajo su subsuelo. El interés de la administración Bush no era salvar al mundo de un tirano con armas letales sino fortalecer la hegemonía estadounidense en Oriente Próximo y asegurar el control de los yacimientos petrolíferos.

Sobran pues las razones para inscribir la guerra preventiva en la categoría de crimen de guerra tal como debería ser contemplada en un derecho internacional inspirado por el principio de justicia universal.

Además, la beligerancia estadounidense, no sólo en Irak, apoyada en la doctrina de la guerra preventiva, ha agravado, en aparente paradoja, la amenaza del terrorismo internacional, como demuestran los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y los del 7 de julio de 2005 en Londres, y el peligro de proliferación de armas de destrucción masiva. La administración Bush nunca ha sido ajena a estos riesgos, pero los ha minimizado en favor de los beneficios políticos, económicos o estratégicos que para el complejo militar-energético-industrial que le sirve de apoyo conlleva el mantenimiento de la máquina de guerra en estado de alerta permanente. Así lo demuestra la propuesta de presupuesto enviada en febrero pasado al Congreso estadounidense que recorta los programas sociales en favor de un incremento de un 7% de los gastos militares, en un país cuyo presupuesto militar supera ya al del total combinado de los 32 países más ricos del mundo.

El terrorismo internacional, un entramado constituido por una red internacional y multitud de células autónomas, de las que forman parte básicamente islámicos fundamentalistas, que actúan en diversas partes del mundo no puede ser neutralizado mediante la guerra ni recurriendo a prácticas totalitarias que restrinjan las libertades cívicas. La lucha contra el terrorismo internacional exige la distinción entre los propios terroristas, que deben responder de sus actos ante la justicia, y las circunstancias que sirven de caldo de cultivo para el reclutamiento o el apoyo de sectores de la población. La solución pasa por el progresivo establecimiento de un orden social justo basado en la negación de la guerra como instrumento de política internacional, en especial, la guerra preventiva, la promoción de los derechos humanos, el desarrollo económico y social del Tercer Mundo y la cooperación internacional. Este es el único camino para vivir en un mundo más seguro.

Fº Javier Segura Jiménez es Profesor de Historia.