Tuve la fortuna, allá por las postrimerías de los años setenta, de conocer a uno de los curas de la parroquia de Vallecas. Como yo, estudiaba Historia en una universidad madrileña. Éramos muy pocos en clase, unos veinte, y nos conocíamos bien. Menos a Javier. Javier era una persona educada y discreta, ni siquiera sabíamos que era cura, sólo que tenía unos años más que nosotros y que el pelo se le había cubierto de nieve prematuramente. Apenas preguntaba, tomaba apuntes sin parar y luego se despedía amablemente, con una sonrisa teñida de tristeza.

Empero todo tiene su fin, o su principio. Y un día, Javier accedió a salir con sus compañeros. Anduvimos horas paseando y luego tomando cañas por aquel conglomerado maravilloso de calles que es el Madrid de los Austrias. Calles llenas de pensiones, de tabernas, de pisos sin servicios, de recovecos, de putas y, entonces todavía, de soldados de reemplazo. Éramos seis o siete, y todos, agazapados en la curiosidad, esperábamos el momento para saltar sobre la presa. Y saltamos, a bocajarro. -¿Javier, a qué te dedicas? -¿Por qué me preguntas eso? -Hombre aquí nos conocemos todos y sabemos más o menos de qué va cada cual, menos de ti que no sabemos nada. Javier calló durante unos minutos y de pronto dijo: «Soy cura y militante de la Organización Revolucionaria de Trabajadores. Trabajo en la parroquia de Vallecas, en San Carlos Borromeo». -A ver si te aclaras -le inquirió alguno de nosotros-, ¿eres cura y comunista, de la ORT...? -Sí, y desde hace mucho tiempo. No quise decir nunca nada de mí porque prefería que mis actividades quedasen en el anonimato.

No fue posible. A partir de ese instante, toda la noche circuló en torno a él. Nos habló de Llanos, del Pozo del Tío Raimundo, de lo que se iba a hacer en el barrio, de Díez Alegría, de Iniesta, de los tiempos oscuros: Fue detenido y torturado en una decena de ocasiones en los calabozos de la DGS por ocultar en la parroquia a obreros, comunistas y sospechosos de toda laya. Conoció la picana, la bañera, el efecto de la electricidad sobre las partes más sensibles del cuerpo. Querían escarmentarlo, pero ante todo querían nombres. No dio ninguno. De ahí que por las noches, jodidos por su resistencia física y psíquica, los torturadores idearon un sistema para intentar derribar sus muros. Lo tenían de pie todo el día, atadas las manos a una reja con grilletes. A eso de las dos de la mañana, cuando ya sus fuerzas estaban al límite, varias sanguijuelas -que quizá sigan formando parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado democrático- entraban en la celda, le quitaban los grilletes y muy amablemente le decían que se acostara en el camastro, que descansara, que ya no iba a suceder nada. Javier, molido, destrozado, exhausto, terminaba por dormirse, pero las sanguijuelas no. Sigilosamente, cuando comprobaban que su sueño era profundo, se adentraban en la mazmorra y le clavaban alfileres de diez centímetros en el abdomen, el cuello, los muslos o las nalgas. A base de insistir lograron que perdiera la estabilidad psíquica y física. Cuando salió del calabozo la última vez, 1977, tuvieron que ir varias personas a recogerle, no podía mover un sólo músculo.

Javier terminó sus estudios. Estuvo unos años más en la parroquia, pero las secuelas de la tortura le obligaron a volver a su pueblo, junto a su madre, a una parroquia pequeña donde seguro sigue haciendo todo el bien del mundo. Hoy muchos javieres le han sustituido en aquella legendaria parroquia, dicen misa en vaqueros, dan rosquillas en vez de obleas, cobijan a gente sin techo, ayudan a drogadictos y dan de comer al que no tiene. Sin embargo, eso no gusta al general Rouco. El general Rouco cree que aquello es un foco de insurrección, de mal ejemplo, de «corrupción evangelizadora», y ha decidido cerrar la parroquia so pretexto de hacer un almacén de Cáritas. Al general Rouco lo que en verdad gusta son los curitas de piel blanquecina que concurren a las manifestaciones de la derecha, los neocatecumenales, los quicos, los legionarios de Cristo, los hombres de Gescartera. Es un general con las cosas muy claras, un hombre de nuestro tiempo que sabe donde está la «Anti-España» y cómo combatirla. No está solo, casi toda la cúpula episcopal comparte su mal talante, ahí están Cañizares, Sánchez, Gascó, Amigo, el de Mondoñedo, anatemizando a todo ser viviente, metiéndose impúdicamente, malévolamente en las cosas del César, separados de la auténtica doctrina cristiana tanto como Javier y sus amigos la viven y practican.

La parroquia de San Carlos Borromeo de Madrid es un símbolo de la lucha por las libertades en España, también de la lucha contra la miseria humana, del cristianismo anterior a Constantino. Ocurre con ella lo mismo que con los seguidores de la Teología de la Liberación, no caben en la Iglesia Católica porque el reino de dicha confesión es de este mundo y para mantener sus privilegios e intereses materiales, sus influencias y su poder no puede consentir disidentes. Sin embargo, me pregunto, ¿quiénes son los disidentes? ¿No son quizá quienes integran la Coferencia Episcopal y sus acólitos, no son Ratzinger y su curia? o

Pedro L. Angosto es doctor en Historia.