E ntre las acepciones de mentir hay una - inducir a error - que forma parte de la estrategia política de la actual cúpula del Partido Popular. Esto es lo que han venido haciendo durante tres años, a propósito de la reacción de su gobierno ante la gran masacre del 11-M, sin importarle la degradación moral que suponía. Deducir de esto, como lo ha hecho ayer el socialista José Blanco , que Aznar , Rajoy Acebes , y no sé por qué no incluyó a Zaplana , están en deuda con la verdad, es sencillamente una ingenuidad. Sería, por lo que vemos, como decir que las prostitutas están en deuda con la castidad. José Blanco pretende con eso desubicarlos. Nada, y ni siquiera los tribunales, al parecer, va a cambiarlos. Ni a ellos, ni a los que fanáticamente siguen apoyándoles en la mentira. Lo escandaloso es la percepción de que, a base de tanta insistencia desvergonzada en la mentira, nos estamos acostumbrando a la mentira degradante. Unas veces con pocos reparos éticos y, otras, con una intolerable resignación. Cuando uno era pequeño y acudía a la Iglesia a confesarse, las mentiras estaban entre los pocos pecadillos que un niño tenía que contar al cura. Los niños, bien fuera por fantasiosos o por rehuir castigos, éramos muy dados a mentir. Pero no sé si porque los confesores no consideraban una falta muy grave la mentira en general o porque las de los niños eran mentiras de baja intensidad la penitencia que nos imponían por mentir era poca cosa y el pecado no pasaba de venial. Sin embargo, cualquier familia bien educada amonestaba seriamente a sus hijos por mentir y las personas dadas a la mentira como vicio carecían de prestigio y consideración. El pecado social de la mentira tenía la calificación civil de pecado mortal. En el ámbito de la política, la mentira era una cosa en un sistema autoritario como el franquismo, porque al fin y al cabo sustentaba la propaganda de una dictadura y secuestraba al pueblo la verdad, y otra muy distinta en la sociedad democrática que requiere trasparencia. Toda sociedad democrática sanciona, además, y muy especialmente, al que miente en el parlamento. Y, en los medios de comunicación, cualquier persona responsable, antes de acusar a alguien de mentir, se tentaba la ropa. Llamar mentiroso a otro, incluso cuando se tenían pruebas de la mentira, producía cierto reparo. Pero eso pasaba en los tiempos en que a un político podía importarle llegar a ser engañoso, aparente, fingido o falso, que es lo que significa mentiroso, y en consecuencia se daba por ofendido. Ahora, no. Ahora hay algunos - Ángel Acebes es un ejemplo notable en estos días - que hacen de esos atributos un hábito.