Solo funciona a nivel de puro masoquismo y de los fanáticos de la serie, de modo que cualquier tema que busque el espectador ajeno a estas consideraciones es una empresa inútil. No merecía, entrando ya en materia, que los productores de la saga se desdijeran de sus palabras en el sentido de que el séptimo capítulo, dirigido por Kevin Greuter en 1974, era la despedida. Está claro que se lo han pensado mejor y que, a pesar de no aportar nada nuevo, han optado por insistir con otros títulos que podrían definirse como más de lo mismo sin un ápice de renovación. El resultado, hay que decirlo de forma elocuente sin rodeos, es infame, cumpliéndose las peores pero lógicas expectativas habida cuenta de los precedentes con que se jugaba.

Un regreso de seres siniestros que se erige en pesadilla para un espectador que no merecía semejante maltrato. Con nuevos directores encargados de poner en marcha la horrible maquinaria, los gemelos Michael y Peter Spierig, que son autores de una reducida filmografía de cuatro títulos de serie B y enmarcados en el terror más exagerado, que comprende Los no muertos, Daybreakers y Predestination, no han hecho otra cosa que seguir las pautas de los directores previos sin reparar en nada más y observando de modo especial el trabajo de James Wan, posiblemente el único realizador que ha puesto algo de su cosecha. Naturalmente, el guión es repetitivo y caprichoso y conduce a los dominios del tedio y de la ira.

Ni cortos ni perezosos, han vuelto a recurrir a Jigsaw, un científico derivado a los estadios del psicópata asesino que murió en la cuarta entrega pero que vuelve del mismo infierno, al menos da esa impresión, para seguir vengándose de seres que cometieron crímenes que quedaron impunes. Lo más terrible es que la muerte lleva aparejada la tortura y el horror, hasta el extremo de que todos ellos, instalados en un establo con todos los recursos necesarios, mueren decapitados y troceados por una sierra eléctrica en un festival macabro.