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Las otras muertes de Alejandro Ponsoda

Al hombre que ganaba de calle las elecciones en Polop han vuelto a matarlo en el juicio por su crimen. Y lo han hecho en aras del incuestionable derecho de defensa, pero bajo la sí censurable consigna del «todo vale»

Alejandro Ponsoda, un año antes del crimen. David Revenga

Alejandro Ponsoda tenía 54 años y cuatro mayorías absolutas a sus espaldas como alcalde de Polop cuando le dispararon en la cabeza a las puertas del garaje de su casa en la pedanía de Xirles. Tres proyectiles de los que uno se le quedó alojado en el cerebro. Ocho días después moría en el Hospital General de Alicante dejando un padre octogenario y enfermo de cuya atención se ocupaba a diario y dos hijas de 27 y 25 años, una de ellas embarazada del que hubiera sido su primer nieto.

De eso el próximo octubre hará trece años, y dos menos desde que la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil detuvo a siete personas como presuntos autores de su muerte, entre ellos su compañero en el PP y sucesor en la Alcaldía hasta su arresto, Juan Cano. Junto a él, Pedro Hermosilla y Ariel Gatto, uno de los dueños y el gerente del Mesalina, el club de alterne de Benidorm donde supuestamente se urdió el macabro plan; Salvador Ros, propietario de tiendas de calzados, una de ellas en Polop; y los considerados ejecutores materiales del asesinato por encargo: los ciudadanos checos Radim Rakowski y Robert Franek y el español Raúl Montero.

¿El motivo? Ni el dinero ni el poder. «El odio que Cano sentía hacia el alcalde», según la conclusión a la que llegaron los investigadores de la UCO expuesta con esta crudeza ante los seis hombres y las tres mujeres que conforman el tribunal popular que está juzgando el caso.

Alejandro Ponsoda falleció el 27 de octubre de 2007. Pero esa no ha sido su única muerte. En el juicio que por fin se está celebrando en la Audiencia Provincial, después de una instrucción por la que han desfilado hasta media docena de jueces, al hombre que ganaba de calle las elecciones en Polop han vuelto a matarlo. Y lo han hecho en aras del incuestionable derecho de defensa de los siete acusados de su crimen pero también bajo la sí censurable consigna del «todo vale».

Vida privada

Cada una a su estilo y no todas con idéntica saña, en las nueve sesiones del juicio que se han consumido hasta el momento ninguna de las defensas ha tenido reparo en airear, y en algunos casos hasta recrearse, los detalles más escabrosos de la vida íntima de la víctima a la que, por momentos, daba la sensación de que estaban culpabilizando de su propia muerte.

Una persona, Ponsoda, que quizá no encontró el modo de vivir abiertamente su sexualidad en una población de poco más de 4.000 habitantes de la que, además, llegó a ser su alcalde durante más de doce años encabezando la lista de una formación conservadora (aunque todos coinciden en señalar que hubiese ganado con independencia del partido por el que se hubiera presentado), pero quien tenía el derecho a hacer con su vida privada lo que quisiera, tal y como sus hijas declararon alto y claro en la sala de vistas en unos testimonios que dolieron como un puñetazo en el estómago.

Derecho que abarca también a la privacidad de los problemas de salud que pudiera padecer el regidor, máxime cuando la hipótesis de que en ellos anidara el móvil del asesinato hace tiempo que quedó descartada por los investigadores sin que se haya dado con nuevas pistas que permitan mantenerla viva. Y tiempo han tenido los letrados para plantear más pesquisas a lo largo de una investigación que parecía no acabar nunca.

Con todo, esta es solo una de las aristas de un proceso en el que, al igual que ocurrió hace unos meses en el denominado caso Sala, nueve jueces legos se enfrentan a la dificultad de enjuiciar un asesinato que adolece de pruebas directas. Solo cuentan, lo mismo que en el juicio por el crimen de María del Carmen Martínez, con una serie de indicios a los que en esta ocasión se suma la declaración de un testigo supuestamente protegido aunque su identidad sea un secreto a voces. Un exmercenario que con su declaración posibilitó la detención de los hoy acusados pero en cuyo descrédito se están empleando a fondo las defensas sirviéndose incluso de personajes de dudosa credibilidad.

¿Qué se puede esperar de alguien que asegura que los considerados autores intelectuales del crimen le ofrecieron matar a Ponsoda, que rechazó el encargo porque no estaba de acuerdo con el modo de pago y que sabiendo lo que se estaba tramando no lo denunció? Cierto que no es la mejor tarjeta de presentación para un testigo de cargo, como también es verdad que lo que se está juzgando aquí es la muerte violenta del alcalde de Polop y no la moralidad del confidente.

Así de claro lo tuvo que decir la magistrada Cristina Costa, la presidenta del jurado, en la batalla diaria que mantiene con los letrados para impedir la reiteración de preguntas y lograr centrar el objeto de un proceso complicado con dos escenarios que no contribuyen a aportar luz: la sordidez de todo lo que rodea el mundo de la prostitución y los clubes de alterne y la convivencia en una localidad pequeña de víctimas y acusados y sus respectivos entornos, lo que tiene su reflejo más directo en la rotundidad, o la falta de ella, de testimonios que se prestan ahora respecto a lo dicho en fase de instrucción. Unas declaraciones que son lo único que cuenta ante un jurado que ha de concluir si todos o algunos de los siete acusados son culpables o no de la muerte del regidor. En esta decisión se juega cada uno un cuarto de siglo entre rejas y Ponsoda, que no vuelvan a matarle.

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