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Asolas en el refectorio

¡Nyas, pizza!

Pizza al horno del restaurante Roostiq de Madrid.

si tenemos que explicarle a un forastero qué es una coca, recurrimos a una referencia segura: «Es como una pizza, pero a la valenciana». Más al norte o mar adentro, dirán «a la catalana» o «a la mallorquina» y algún patriota intentará aclararle al forastero que se trata más bien de lo contrario: lo lógico es pensar que, ya que Nápoles fue una posesión nuestra y no al revés, la pizza venga ser la versión italiana de la coca de aquí. Los napolitanos, que ni siquiera deben tener noticia de semejante razonamiento, pueden esgrimir argumentos que remiten a épocas anteriores a la expansión mediterránea de la Corona de Aragón. En efecto, una palabra parecida a la suya aparece ya en latín medieval para referirse a una hogaza o una torta y la forma que actualmente se usa en todo el mundo podría derivar incluso del griego pitta, famoso pan heleno que recuerda a la pizza en apariencia y etimología. De hecho, está bien documentada la afición de los griegos antiguos a los panes diversos aderezados con aceite, hierbas, queso o ajo y ese podría ser el origen remoto.

De cualquier modo, el término «pizza» no apareció hasta el siglo XVI y no se refería exactamente a lo mismo que hoy. La de los ricos era dulce, con azúcar y almendras, y la de los pobres llevaba poco más que sal y aceite o manteca: lo que viene siendo una coca en sentido ancestral. A principios del siglo XVIII ya había en Nápoles una veintena de pizzerías. Su especialidad era la mastunicola, una pizza con manteca o aceite, queso fresco y albahaca que aún era bianca: la aptitud alimentaria del tomate no se admitió sin reservas en Europa sino entrado el siglo XIX y hasta entonces no es posible la pizza rossa más universal.

La patriótica pizza tricolor

La madre de todas las pizzas rojas es la margarita y su legendaria historia es bien conocida. Según cuentan, el rey Umberto I de Saboya visitó Nápoles buscando apoyos para la unificación de Italia y un reputado pizzaiolo, Raffaele Esposito, le preparó, además de la mastunicola, una marinara „con aceite y orégano„ y una tercera pizza con los colores rojo, blanco y verde de la unidad nacional: tomate, mozzarella y albahaca. Le dio el nombre de la esposa de Umberto I, la reina Margherita. Su establecimiento, la pizzería Brandi, sobrevivió hasta nuestros días.

Pero el esplendor mundial de la pizza no comenzó hasta finales del XIX con las primeras oleadas migratorias italianas a América. La primera pizzería neoyorquina abrió en 1905 y la pizza se americanizó rápidamente. Renunció a sabores como el ajo y ganó en grosor hasta dar lugar a la Chicago style pizza, bien diferenciada del modelo original. La verdadera popularidad le llegó tras la II Guerra Mundial con el regreso de las tropas norteamericanas y los Estados Unidos olvidaron el origen napolitano de la pizza para hacer de ella su plato nacional. Según la francesa Sylvie Sanchez, autora de una tesis doctoral al respecto, la pizza adelantó al hot-dog, en cuanto a las preferencias de los yanquis, alrededor de 1956 e incluso, en torno a 1968, desbancó a todo un símbolo nacional: la hamburguesa. En 1958, Frank y Dan Carney abrieron el primer Pizza Hut, al que, en una década, le siguieron más de trescientas tiendas de costa a costa. Su expansión como auténtico imperio internacional tendría incontables secuelas e imitaciones.

Pero la universalización de la pizza, en sus inicios, no estuvo necesariamente vinculada al fast food. En aquella época, una prima hermana del arriba firmante celebró su Primera Comunión en la novedosísima Pizzería Romana de Alicante y los anfitriones tuvieron que explicarle a la parentela que la pizza era algo así como una coca, pero con queso. Lo recordamos como una precocísima toma de contacto con el concepto de «modernidad» culinaria.

Con la pasta, más de lo mismo

Las cosas del mundo llegaban patéticamente tarde a España, pero, al menos en lo gastronómico, había que pasar de cierto tipo de complejos colectivos. Quizás por eso reconforta leer ¡Delizia!, una historia de la comida italiana que nos permite cuestionar dogmas en torno a la pizza y también sobre la pasta. Por ejemplo... ¡la cocción al dente no es una verdad universal e inamovible! Los recetarios renacentistas del país de la pasta al dente indican una hora de cocción para los vermicelli -los spaghetti tardarían siglos en aparecer- y dos para los macarrones. Pellegrino Artusi, el Garibaldi de la cocina, defendía hace cien años los macarrones ben cotti (bien cocidos). Encima, no fue Marco Polo quien introdujo la pasta seca en Italia cuando volvió a Venecia desde China, ya que, un siglo antes, Sicilia producía y exportaba en abundancia ese producto que los árabes habían llevado a la isla, tan musulmana entonces como lo era el pedazo de Al Andalus donde vivimos. Volviendo a la pizza napolitana, en los años cuarenta seguía siendo, para el grueso de los italianos, una especie de bizcocho, según el autor de ¡Delizia!, John Dickie, y la palabra «pizzería» no figuraba en ningún diccionario. Así pues, la revolución de la pizza llegó a Alicante con un par de décadas de retraso, que tampoco es tanto para aquel entonces.

La cocina italiana, como la propia nación y su identidad, es un invento decimonónico que, como se pone de manifiesto en ese libro, obtuvo repercusión mundial con la emigración a Estados Unidos. Causa o consecuencia de ella, su reputación es tal que esa grandiosa «historia épica de la comida italiana» la escribió un anglosajón tan fascinado por la Toscana y alrededores como todos los demás: un prestigio universal y unánime del que, autocomplacencias aparte, está lejos la cocina española ahora mismo. El relato de Dickie alcanza hasta la actualidad: el movimiento Slow Food, genuinamente italiano. Su onda también llega o deja de llegar a todo el mundo en la medida en que sintoniza o no con ese potentísimo repetidor que es la Gran Manzana.

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