Un pesimista se estremece al escuchar la expresión inicial de Pablo Iglesias en la segunda ceremonia de sus esponsales con Pedro Sánchez, "conciliación familiar". En realidad, ambos socios se han recetado cuatro años de insomnio, o de infierno en labios de un agorero. A lo largo del cuatrienio, sus familiares disfrutarán de la oportunidad de reprocharles a ambos de viva voz la desatención a sus compromisos íntimos.

¿Y el optimista? Pasará de largo sobre las sustantivas modificaciones en la indumentaria de Iglesias, o sobre su rostro de felicidad sin fronteras, que moviliza decenas de músculos por encima de la sonrisa escueta de Sánchez. El espectador ilusionado con la Coalición Progresista no peca de inconsciencia, así que le preocupará la sobreactuación del líder de Podemos, al celebrar la "enorme generosidad" del PSOE o al proclamar que "será un honor" servir de vicepresidente segundo en un ejecutivo timoneado por Sánchez.

Al optimista se le atraganta su natural esperanzado al contabilizar diez menciones explícitas a "Pablo" en la exposición de "Pedro", hasta el punto de que la súbita vocación paulina compite favorablemente con el ahínco por desenterrar el "progresismo" marchito del PSOE. La exageración no llama a engaño a quienes se han dejado arrastrar por el optimismo de la segunda comparecencia conjunta de ambos líderes, que no se prodigarán con la misma frecuencia cuando se den codazos por el protagonismo gubernamental.

Sin embargo, al optimista lo llaman así porque ceba su confianza en que la relación entre Pedro y Pablo no puede empeorar. Y cuando el dicharachero Sánchez, que parece recién salido de una sesión de cuidados corporales, reconoce con cierta rabia que la composición del Congreso dista de ser la ideal para sus propósitos, brota por lo menos una brizna de objetividad en la paramera política. Si además añade que "nos pagan" para que esas taifas sean "traducidas en Gobierno", casi sorprende que uno de los protagonistas de la actualidad se someta a las reglas del juego.

Porque el segundo abrazo de Pedro y Pablo copará las portadas del cambio de año y quizás de década, pero en el exterior del belén o renacimiento "progresista" hace mucho frío. Por ejemplo, cabe agradecer a ambos futuros gobernantes que omitieran menciones superfluas al patriotismo impostado, a diferencia de un Pablo Casado que dispone de soluciones para cualquier problema como todo el mundo sabe excepto los votantes.

El presidente popular está tan absorto en las vilezas que cometen sus competidores, que hurta la respuesta a una pregunta elemental. ¿Por qué el PP a sus órdenes tiene medio centenar de diputados menos que en abril, y por qué necesita dos elecciones para sumar los mismos escaños que el peor PP en una sola convocatoria? Pese a su porfía, Casado no supera el tremendismo de Inés Arrimadas, que se ha hundido de 57 asientos a diez pero pregona que representa a 220. O a 230. Ni siquiera merece la pena indagar si en esa riada de diputados incluye accidentalmente a ERC.

La peor desgracia de la derecha no arranca de sus votos insuficientes, sino de haber perdido su principal seña de identidad. El realismo se ha hecho de izquierdas. Dos años después de la mayor declaración de independencia que vieron los siglos, un verdugo del artículo 155 se dispone a pactar un Gobierno en Madrid con la principal víctima catalana de aquella medida, que tiene a su presidente en la cárcel por otra década. La prohibición tajante de reconocerle un solo mérito a Sánchez obliga a incluir esta maniobra en el capítulo de la alta traición decretada por el teniente general de Zapatero, pero un observador neutro y no necesariamente optimista se asombraría de la habilidad negociadora presidencial.

En el desván del artículo puede reconocerse que el medio centenar de folios de la Coalición Progresista encierra una decepción al gusto de cada votante. Sin embargo, el comentario debe adaptarse al ambiente, para recordar que un PP que manipulaba abiertamente a la fiscalía y a la magistratura del Supremo según su propio portavoz en el Senado, ahora se encocora porque los empleados de la Abogacía del Estado cumplan con las instrucciones de sus superiores. Sí, como un trabajador cualquiera. Omitiendo que solo esa institución acertó en la calificación de sedición que sedujo a los egregios magistrados.

Sorprende asimismo que nadie piense en los riesgos que corre ERC, con su líder en prisión y encumbrando al Gobierno que exigió su encarcelamiento. Y la derecha olvida el recurso más sencillo para obtener la irrelevancia de Esquerra, consistente en obtener los votos suficientes para prescindir de dichas siglas satánicas. El repaso a la penúltima intensa jornada del año confirma que el partido con mayor plasticidad de España se llama PNV. Si estuviera implantado en todas las comunidades, ocuparía La Moncloa sin necesidad de pactos.