Esta misma semana, un veterano dirigente socialista, en una conversación sobre el futuro de su partido, confesaba: «Estamos en manos de Cataluña. Todos». El resultado del 1-o -fecha marcada para el referéndum independentista catalán que el Gobierno ha intentado frenar con firmeza pero sin un diálogo que está pendiente desde hace demasiado tiempo- ha revelado con toda crudeza que, efectivamente, la agenda política va a continuar condicionada durante mucho tiempo por lo que ocurrió ayer en Cataluña, sin duda el conflicto más grave que se ha vivido desde hace cuatro décadas cuando el acuerdo político sirvió para canalizar la Transición que abrió el paso a la actual etapa democrática. No estamos sólo ante un pulso entre España y Cataluña. Ni mucho menos. Asistimos a una crisis del modelo de Estado en su conjunto. Una bomba de relojería que llevaba años con el temporizador en marcha y que, finalmente, ha explosionado con una onda expansiva demoledora después del 1-0.

De la durísima jornada del referéndum independentista en Cataluña nadie sale vencedor. Todo lo contrario. Todos pierden. Las imágenes de la Policía sofocando la movilización ciudadana usando la fuerza son, desde luego, un punto de inflexión. Y van a generar, sin duda, un desgarro todavía mayor entre buena parte de Cataluña -comunidad que suma una cuarta parte de la riqueza de todo el Estado- y el resto de España. Una fractura que parece muy complicado, en estos momentos, que se pueda cerrar a corto plazo y que, probablemente, ya sea completamente irreversible para varias generaciones.

Con esa envenenada «herencia» es con la que, a partir de hoy mismo, todos se tienen que arremangar para tratar de encontrar una solución. No hay otra. Por eso, decía, Cataluña es la que va a condicionar a partir de ahora la agenda política con una doble lectura. La mayoría, de puertas hacia fuera, aboga por abrir el diálogo y facilitar un clima de negociación. Pero todo apunta, lejos de eso, hacia una espiral de creciente tensión. Mañana mismo, sin ir más lejos, ya hay convocada una huelga general en Cataluña con el respaldo de los principales sindicatos y de entidades empresariales, en lo que se presenta como otra jornada muy complicada de movilización en las calles. Y planea la sombra de una posible declaración unilateral de independencia, una vía que anoche mismo abrió el presidente catalán Carles Puigdemont junto a todos sus consellers.

El Gobierno de Mariano Rajoy tenía casi todos los ases en su mano. Había desnaturalizado la consulta con una batalla legal que se llevó hasta el extremo de evidenciar que el resultado -sean cuales sean los datos que se ofrezcan del recuento- no sería homologable al de un proceso democrático. Nadie duda de que la extraordinaria movilización ciudadana que se produjo ayer en Cataluña -una vez más los independentistas mostraron su enorme poder de convocatoria- no contaba con garantías mínimas como para ser considerada una consulta con efectos prácticos como la que, por ejemplo, se celebró en Escocia. Hubo una votación. Cierto. Aunque sin valor legal. Pero la actuación de la policía durante la jornada amplificada con centenares de fotos y vídeos de los incidentes en las redes sociales. Y la falta de relato desde La Moncloa con el presidente ofreciendo poco más que una comisión de partidos, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría leyendo una nota y algunos ministros -como la catalana Dolors Montserrat o Juan Ignacio Zoido, titular de Interior- de ruta por las televisiones y los medios expuestos a encajar ataques sin argumentos políticos para defenderse le arruinaron esa ventaja a Rajoy.

Reforzado, quizá, electoralmente entre una parte de sus seguidores pero golpeado políticamente, el presidente del Gobierno tiene encima de su mesa dos asuntos capitales que surgen directamente del 1-0. Primero, la necesidad, obviamente, de ofrecer algún tipo de solución a la crisis territorial que vive España a raíz del referéndum en un escenario de máxima tensión con el ejecutivo catalán. Y con un partido -el suyo- que, sin embargo, es muy poco flexible para estos asuntos. Casi nadie en el PP -quitando las propuestas de versos sueltos como Margallo o las iniciativas en clave económica del ministro Luis de Guindos- apuesta por elevar el autogobierno de Cataluña como una de las posibles opciones. Y ya no hay tiempo. Durante años y fiel a su estilo, Rajoy ha dejado que la crisis creciera con la esperanza de que, con el tiempo, fuera decayendo y se diluyera sola. Ahora no le queda otra que empezar a mover ficha y, desde luego, una reforma de la Constitución parece obligada para dar acomodo al encaje territorial. El diálogo que tenía que haberse iniciado hace tiempo debe ahora de abrirse de forma urgente. Y segundo, la estabilidad de su propio Gobierno. La posibilidad de quedarse sin socios para aprobar los presupuestos -el PNV después de lo ocurrido en Cataluña ya no puede apoyarlos- es una realidad que le abocaría, posiblemente, a un horizonte de convocatoria de elecciones generales en 2018. Un escenario dramático para la Comunidad y Alicante. Supondría retrasar la mejora de la financiación autonómica y prorrogar uno de los peores presupuestos de toda la historia en porcentaje de inversiones.

El Govern catalán, por contra, se encontró con un balón de oxígeno. El independentismo quedó en entredicho a raíz de la tumultuosa sesión del Parlament en la que convocó el referéndum y se aprobó la ley de desconexión, normas suspendidas por el Constitucional. Ayer, sin embargo, las imágenes en las calles de Cataluña le facilitaron una doble reacción. Una importante movilización interna. Las colas en los centros de votación abiertos fueron, junto a los incidentes con la policía, parte del paisaje durante todo el día. Acudieron a las urnas, además, líderes políticos de formaciones que habían mostrado sus dudas con la consulta como la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau., cuya plataforma -Catalunya en Comú- tiene un alma de corte claramente soberanista y otra que no lo es. Y además un cierto reconomiento desde el exterior sobre la existencia de un problema político: no pasaron desapercibidos los tuits de condena del primer ministro belga, del líder de los socialdemócratas alemanes o el de los laboristas británicos. Es la primera vez que eso se producía.

Ocurre, sin embargo, que el gobierno de Puigdemont tampoco tiene muchas alternativas y, desde luego, arrastra un problema de legitimidad. El referéndun no fue válido y, pese a todo, parece dispuesto a seguir con su huída hacia delante. No hay, ahora mismo, negociación con el Estado y la declaración de independencia con la que coqueteó anoche sería como apretar el botón nuclear que conduciría a un estallido todavía mayor. Así que, a la espera de unos acontecimientos que se producen a ritmo vertiginoso y con una tensión creciente, nadie salió victorioso del envite. Todos perdieron. Y lo que es peor no se vislumbra ni a corto ni tampoco a medio plazo una solución al conflicto. Ni aparece en el horizonte la imagen de nuevos interlocutores que puedan rebajar el tono, llevar el debate a la mesa y tratar de que haya un mañana. Aplastado por esas dos rebanadas del «sandwich» , quizá, el único partido que podría ejercer de enlace entre unos y otros: los socialistas de Pedro Sánchez. Y ya se sabe lo que, casi siempre, le ocurre al que queda en medio. Por ahora, presos de Cataluña.