Como cada viernes por la mañana, la plaza del Vall de Torà se llena de los puestos del mercado semanal. Algunos vecinos, buena parte de ellos mayores, hacen sus compras mientras otros descansan en las terrazas de los bares o se dirigen a algún comercio cercano. A dos días del controvertido referéndum, la vida sigue tranquila, rutinaria, en este pueblo de 1.200 habitantes de la provincia de Lleida limítrofe con la de Barcelona. Sólo la presencia por doquier de carteles animando a votar «sí» recuerdan la inminencia de una jornada decisiva para Cataluña y España. Y esos carteles, junto con las decenas de banderas «estelades» que cuelgan de ventanas y balcones, reflejan el sentir casi unánime de la población: aquí se intentará, por todos los medios posibles, que la votación se celebre.

Torà es sólo un ejemplo, pero a buen seguro también un reflejo, de cómo se afronta el referéndum en la Cataluña rural. El proceso soberanista ha intensificado un sentimiento identitario ya de por sí muy fuerte, avivado todavía más en las últimas semanas ante escenas como la despedida a guardias civiles entre coros de «¡A por ellos!». Para algunos, ése ha sido el paso definitivo para convencerse de acudir a votar hoy, y también un paso más en una escalada cuyo origen todos atribuyen aquí al Gobierno central, a su negativa a ceder ante las exigencias catalanas y a los recortes en el Estatut.

El alcalde de la localidad, Magí Coscollola, de ERC, lo tiene claro: ese episodio «puso de manifiesto unos movimientos que ya existían», pero que hasta entonces eran más «de identidad que de independencia». A su juicio, el Ejecutivo de Rajoy «se ha tomado esta cuestión como una guerra mediática, queriendo dar miedo en lugar de buscar una solución democrática a través del diálogo». Es consciente de que en un momento u otro será citado por el juzgado, pero no le importa: «Todos asumimos un riesgo» y, en su caso, añade, «mi función es representar al 87% de votos favorables a decidir el futuro de Cataluña» según los resultados de las elecciones de 2015, «con el respeto más absoluto por el otro 13%».

Entre los vecinos, el sentimiento independentista es elevado y creen que el futuro será mejor, incluso entre los mayores, como Antònia Balagué y Ramon Vilaseca, de 75 y 74 años, quienes critican que «el Estado no reconoce su pluralidad», así como «la imagen de que los catalanes somos violentos». También muestra su malestar Josep Antoni Vilalta, ex concejal de la CUP, quien cree que el clima creado «ha hecho irreversible la ruptura». La acusación de «hispanofobia» ha encendido a muchos vecinos de Torà con raíces fuera de Cataluña, como el párroco, Fermí Manteca, de padre zamorano y madre sevillana y abiertamente independentista: «Es una anomalía democrática el que esta cuestión la estén tratando jueces, fiscales y policía». Además, insiste en que «desde la televisión se lanza el mensaje de poco menos que somos el diablo, y a quienes vivimos aquí eso nos duele».

Entre la euforia y el escepticismo

Entre los más jóvenes, el ánimo de ir a votar hoy es el mismo, aunque algunos, como Toni Ferrer, dueño de un pequeño negocio, se preguntan «qué pasará después a nivel económico, si las exportaciones de Cataluña se verán frenadas por aranceles». Además, cree que «si todo el mundo viajara más y se conociera más entre sí, las cosas cambiarían», y lamenta que «las mentalidades rancias lo enrarecen todo; se debería haber negociado antes de llegar aquí». Tampoco sabe qué ocurrirá Jordi Ribalta, alcalde de Ivorra, pueblo vecino de Torà, pero achaca la situación a lo mismo: «El Gobierno de España ha vuelto independentistas a muchos que no lo eran. Esto no es contra nadie, sino de ser amigos, pero decidiendo cada uno su futuro».