Ripoll nunca ha sido una balsa de aceite absoluta. La gente no es muy diferente de la de Girona, Santa Coloma de Farners o Figueres. Quien más quien menos tiene interiorizados comportamientos que podríamos definir como racistas, aunque lo sean en baja intensidad. Los comentarios que se hacen en público difieren sensiblemente de los que se pueden decir en pequeño comité. Sea cual sea el origen de los ripolleses, muy pocos son los que se escapan de este tipo de actitudes donde tarde o temprano se acaba escuchando la arquetípica expresión: «Yo no soy racista, pero...».

Hasta ahora los incidentes de carácter racista en Ripoll han sido insignificantes. No han trascendido más allá de los enfrentamientos o peleas puntuales entre individuos, provocados por aspectos que nada tienen que ver con el color de la piel o con el lugar de origen. Los mismos que podría haber habido medio siglo atrás entre los considerados como ripolleses de toda la vida y los que llegaban con los procesos migratorios desde Extremadura o Andalucía, y que no iban más allá de pequeñas intolerancias derivadas de la condición humana.

Hace dos semanas fui testigo de una pelea a la plaza de los Llupions, en el exterior de un kebab, donde dos jóvenes protagonizaron una trifulca con puñetazos y cabezazos. El uno los repartía y el otro los encajaba. Ni idea del motivo de la pelea, pero posteriormente escuché como los amigos del agredido le recriminaban que no tendría que haberlo «vacilado». O sea que nada que no hubiera podido generarse por una discusión futbolística, política o incluso por un conflicto sentimental.

El gran temor de los responsables municipales es que ahora esta supuesta tranquilidad se vea alterada por los hechos del 17 de agosto y el origen ripollés de la célula terrorista.

Administración y colectivos de diversa índole han trabajado desde el minuto cero para corregir cualquier anomalía que perjudique la convivencia entre aldeanos. Todos los gestos que se han visto por parte de los responsables de la vida pública han sido conciliadores.

Han molestado incluso algunos titulares como «Ripoll, cuna de Cataluña y ahora también de terroristas», que a pesar de que definía lo que ha pasado en el pueblo, se cree que podría perjudicar la imagen del municipio. Su autor, o sea yo mismo, no cree que explicar lo que está pasando tenga que censurarse. En este caso, en lugar de periodismo estaría haciendo un publireportaje o aquello que algunos regímenes totalitarios entendían como «propaganda».

Mientras tanto, el tema casi único de las conversaciones entre ripolleses sigue centrándose en los jóvenes que, sin casi nadie saberlo, han protagonizado la acción más grave y sangrienta en Cataluña desde principio de siglo. Sigue sorprendiendo que casi todos ellos eran jóvenes que ayudaban en casa y mostraban públicamente su timidez. Pocos son los comentarios de los que se puedan extraer indicios de aquello que ha acabado pasando.

Eso sí, inquieta que mucha gente no se crea que los integrantes de la célula terrorista fueran los únicos que estaban al tanto de lo que se estaba cociendo. Se cree que alguien más sabía detalles y esto no tranquiliza los ánimos. Tampoco lo hace que, a pesar de los numerosos elogios que han recibido los cuerpos de seguridad, no hubiera un control sobre el imam de Ripoll, a quien algún medio ya ha apuntado incluso como posible confidente policial.

Las teorías y contrateorías se reproducen a gran velocidad pero todavía se necesitará tiempo para asimilar con datos suficientes aquello que realmente ha pasado. Algunas grietas amenazan de romper la convivencia. El trabajo será cohesionar de nuevo el conglomerado humano del municipio. La esperanza, que si se hace bien el escenario que surja será bastante más sano de lo que supuestamente era hace una semana.