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El síntoma y la enfermedad

No voy a intentar explicar la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Ni la predije ni tampoco la esperaba. No aspiro a convertirme en uno de esos «telepredicadores» televisivos que a la vez ejercen de «gurús» de las redes sociales que llevaban semanas vaticinando que ganaría Hillary Clinton y que ahora intentarán «venderles» a toro pasado un aluvión de argumentos con los que tratar de justificar que ha ocurrido todo lo contrario. No lo haré. ¿Por qué? Sencillo. Me siento incapaz de encontrar una explicación racional a como un personaje propio de la más burda «ópera bufa», maleducado, misógino hasta el límite en su actitud hacia las mújeres, xenófobo y reaccionario se ha convertido en el presidente del país más poderoso de la tierra. Sus asesores le quitaban las claves de Twitter para evitar sus comentarios inoportunos. Ahora le van a entregar las llaves del botón de las armas nucleares. Poca broma.

El problema no es que la gente vote. La cuestión es qué motivos le conducen a tomar determinadas decisiones. El éxito de Donald Trump -una posibilidad atendiendo al avance que reflejaban las encuestas durante los últimos días de campaña- debe analizarse como el síntoma del mal que sufre la sociedad y que se extiende por todo el mundo. Han ganado contra todos. Con todo en contra: poderes económicos, la comunidad internacional y hasta la plana mayor del Partido Republicano. Pero la gente pone su papeleta en la urna que quiere. Ya lo demostró en Gran Bretaña con el referéndum para romper con Europa, en Colombia con su negativa al acuerdo de paz con la guerrilla y ahora en Estados Unidos. Ni los periodistas que, en su mayoría, volcaron sus preferencias hacia Trump; ni los sociólogos, que volvieron a fallar otra vez más con las encuestas; ni tampoco los políticos del sistema y amantes del orden -el presidente electo no lo es, en el sentido clásico del término- saben lo que está pasando de verdad en la calle. Ni en Estados Unidos ni tampoco aquí. No ven más allá de sus narices tapados por una gran pila de información que les facilitan los canales digitales pero que, en la práctica, les impide ver la realidad.

Y en ese decorado personajes como Donald Trump se mueven como pez en el agua. Cuando el sistema se dedica a triturar a las personas con recortes, golpes al estado del bienestar, deterioro de los servicios básicos y falta de ambición para mejorar la situación económica de las clases obreras y populares, los ciudadanos se revuelven contra el sistema con el único arma que tienen: su papeleta. Dos botones de muestra. Un multimillonario como Trump ha vencido en Pennsilvania, donde los demócratas ganaban de forma ininterrumpida desde 1988. Una tragedia para ese partido similar a la que se enfrentaría el PSOE si cayera Andalucía. Y también en Michigan, uno de los estados con mayor influencia del voto obrero por el gran impacto de la industria del automóvil. Es decir que en la figura de Donald Trump han confluído los electores tradicionales de los republicanos -hombres, blancos y ubicados en zonas rurales- pero también votantes desencantados con la situación económica que en 2008 y 2012 habían confiado en Barack Obama. La réplica de la sociedad al caos de esa deriva que se mueve al dictado de los mercados.

¿Esa es la solución? No. Ni el «Brexit», ni tampoco Trump, ni una victoria de Marine Le Pen en Francia, ni la posible caída antes de final de año del gobierno de Mateo Renzi en Italia en el supuesto de perder la consulta que tiene convocada, ni el avance de la ultraderecha en Alemania y Holanda, por citar en estos últimos casos otros peligros inminentes. Nada de eso sacará a la gente de la desesperanza ni resolverá sus dificultades. Así que con la política ausente y con el sistema alejado por completo de los problemas reales de los ciudadanos, acaba ganando el que «inventa» una historia que le facilita a los ciudadanos un grito de protesta. La historia de Hillary Clinton era mantener el sistema -está por ver lo que hubiera pasado, nunca lo sabremos, con un candidato más rompedor como el socialista Bernie Sanders- y la de Trump -con todos sus condicionantes- era, por contra, una enorme carga de profundidad. Y ahí estaba la respuesta de la gente. Una bomba que, sin embargo, puede acabar teniendo unas consecuencias que ni los propios electores han medido.

A día de hoy, la realidad política, desde luego, no se puede analizar bajo los mismos parámetros de hace tres décadas. Ni en España, ni en Europa, ni tampoco en España. Nada se puede ver con el prisma del pasado. La gente decide con su voto. Y tiene tantas dificultades para salir adelante en su día a día que, al final, opta casi siempre por la solución que supone un mayor impacto contra los que defienden las posiciones más oficiales. La solución es sencilla. O hay una respuesta unida y racional a los problemas de los ciudadanos para proporcionarles una vida mejor; o una decisión como la que tomó ayer Estados Unidos será a partir de ahora cada vez más habituales. Y para entonces el enfermo ya estará en situación terminal y su situación será completamente irreversible.

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