Está probado. Allá donde haya dinero que ganar, por sucio, negro o ilegal que este sea, siempre habrá un ser humano dispuesto a mancharse para ganarlo. Lo último en el mundo de los animales ha rebasado todos los límites. En Sri Lanka están metiendo dinamita en la boca de los elefantes.

Ni cartuchos, ni balas, ni trampas furtivas. Les llaman «los asesinos de la boca», «los rompemandíbulas» porque, en realidad, es ese su primer objetivo criminal: destrozarles la boca.

Colocan, como si fuera veneno, explosivos envueltos en comida. Tematizan sus cargas, sus mechas y cables, con aditivos de distintos sabores y colores. Son bocados malditos, trozos enormes de fruta que, en su interior, llevan escondidos numerosos metales, hierros, piedras y explosivos.

Todo está calculado. No matan, es peor, hieren de muerte. La detonación destroza sus dientes, mandíbulas y bocas. A partir de ahí, el infinito dolor que la explosión les provoca, la sordera que les produce, los continuos mareos por el estruendo que retumba en su interior y, sobre todo, la imparable e incontrolable infección que todo ello les provoca, acabarán con sus vidas.

Será una muerte lenta y dolorosa que afectará, sobre todo, a los más jóvenes, a aquellos incapaces aún de distinguir bien los olores, los colores y, sobre todo, los peligros.

Esta es la última forma de caza en Sri Lanka. Inicialmente usada para jabalís, son ahora los elefantes los que más la padecen con el objetivo de conseguir ilegalmente su carne para el consumo.

Los datos no mienten. Sólo el año pasado, un centenar de elefantes perdieron así su vida. Uno de cada cinco fallece por este motivo. Las demás muertes se producen por disparos de bala y trampas ilegales. Imagínense. ¿Quién nos iba a decir que, al final, acabaríamos pensando que estos últimos son afortunados con respecto a los otros? En Sri Lanka ya solo existe una población de menos de 6.000 elefantes. A este ritmo de muertes, en pocos años, la subespecie de elefante asiático más grande que existe será, solo y exclusivamente, historia y lo peor es que, encima, tendremos que llegar a alegrarnos porque, al menos, no morirán de una forma tan terriblemente cruel y bárbara.