En 1924 murió Lenin. Unos años antes había sufrido un brutal atentado. Un activista le había disparado a bocajarro. Todas las balas fueron sacadas de su cuerpo menos una que, alojada en su cuello, fue acabando, poco a poco, con su vida.

Su fallecimiento convulsionó Rusia. Se le realizaron numerosos homenajes y se encargó a los profesores Vorobiov y Zbarski, padre e hijo, que embalsamaran su cuerpo con una condición: si no eran capaces de lograrlo, serían ejecutados por ello.

Evidentemente, se tomaron el asunto muy en serio y, tras realizar un estudio al respecto, decidieron sumergirlo en un compuesto de glicerina y acetato potásico. Finalmente, consiguieron su propósito: morir de viejos. Aún puede verse, hoy en día, el cuerpo de Lenin en perfecto estado de conservación.

El caso es que, salvando todas las distancias que cada uno quiera establecer, es habitual encontrar en muchos sitios de nuestro país colgadas cabezas degolladas de animales cazados. Les llaman trofeos pero, en realidad, son cadáveres de animales que, convenientemente tratados como hicieron con Lenin, demuestran dos cosas: que la caza está más extendida de lo que parece y que el mal gusto, también.

Los números no mienten. En España hay más de 800.000 cazadores con licencia y otros tantos furtivos. Solo el año pasado se mataron más de 4 millones de conejos, 1,5 millones de liebres, cerca de cien mil ciervos y, así, hasta más de 30 millones de animales de diferentes especies. Da vértigo pensarlo, sobre todo cuando ves que el número va en aumento y que, encima, aparecen nuevos canales de televisión de caza, cuya única programación es mostrar a alguien disparando a todo bicho viviente.

Visto lo visto, el animalismo debe replantearse sus actuaciones. Si queremos cambiar la sociedad, el camino no es insultar ni descalificar a nadie, es educar y enseñar que lo único digno que se puede y se debe hacer con los animales es protegerlos. Lo demás, quizás quede bien en las redes sociales pero, desgraciadamente, no salva vidas.