Siempre sucede igual. Un mal día, al volver del paseo diario a casa, notamos a nuestro perro raro. Pensamos: -¿Qué puede ocurrirle? Ha corrido y jugado como siempre. Quizás haya comido algo que le ha sentado mal-. Entonces, te fijas en sus ojos y, sobrecogido, ves su mirada rota. Sí, ha sido envenado. A partir de ese momento, todo pasa muy deprisa.

El animal comienza a temblar y su cuerpo se comprime. Grita sin parar. Una fuerte punzada atraviesa su cuerpo. El dolor le inunda.

Corres a su lado mientras éste se derrumba sobre el suelo. Sus fuerzas le abandonan. Su lengua, blanca por el veneno, lame desesperada el suelo buscando en el frescor de éste un alivio que no llega.

Los latigazos persisten. Cada 30 segundos, un fuerte dolor abdominal recorre su vientre. Aparecen las primeras arcadas. Vomita sin límite mientras una diarrea imparable le convierte en pura deshidratación. En realidad, es el mecanismo que usa su cuerpo para intentar así expulsar el veneno que le está matando. Sin embargo, entre convulsiones, éste sigue avanzando imparable por su cuerpo.

Empiezan los primeros mareos. Su vista se nubla. Intenta levantarse una y otra vez para huir del dolor, pero no lo logra. Es imposible. Sus patas, tensas y rígidas, sufren un continuo calambre que las paraliza. A esas alturas, ya solo es capaz de oír y respirar.

La conciencia le abandona. Sus pulmones trabajan con mucha dificultad. Apenas puede respirar. El latido de su corazón pierde fuerza por momentos. Todos sus músculos han quedado paralizados. Es turno para el final. La asfixia será la encargada de detener para siempre su corazón. Fin de su vida.

Todo ha pasado en solo tres eternas horas. Un tiempo infinito de dolor en el que cada segundo ha llevado el nombre de un veneno y el apellido de la muerte.