¿Se imaginan la cara que se le quedó a un visitante del zoo cuando le intentaron dar burro por cebra? Al ver el descomunal tamaño de orejas de uno de aquellos pobres animales, decidió realizar una rápida inspección ocular al resto de su cuerpo. Fue entonces cuando descubrió que algunas de las rayas que lucía el mismo habían comenzado a desteñir peligrosamente y a transformar su estilizada línea en un triste manchurrón.

Sin embargo, reconozco que la historia no me ha causado extrañeza. Al contrario. La primera vez que vi un animal así fue cuando trabajé con Álex de la Iglesia en el rodaje de la la película «Balada Triste de Trompeta». En dicho filme se explicaba cómo, durante la Guerra Civil, algunos circos pintaban también a sus burros haciéndolos pasar por cebras. Así que, ya ven, este tipo de engaño es un «clásico».

De todas formas, desgraciadamente, las estafas con animales son muy corrientes.

En el caso de los animales de compañía, por ejemplo, van mucho más allá de lo que podrían ser los falsos pedigrís o los inventados árboles genealógicos de los mismos.

En estos mismos momentos, en algunos lugares se están vendiendo zorros por exóticas razas de perros o, incluso, hurones a los que les inyectan esteroides y les cardan el pelo por caniches muy pequeños de altísimo valor en el mercado.

Claro que si alguien batió el récord en eso del engaño, fueron aquellos que, hace unos años, comenzaron a vender a 3.000 euros unos perros de tamaño pequeño y amplia piel que ni ladraban ni aullaban. Los problemas comenzaron al comprobar que, a los pocos días de llegar a las viviendas, fallecían. ¿Qué podía estar ocurriendo? Las autoridades, entonces, mandaron analizar sus cuerpos sin vida y descubrieron lo que nunca hubieran imaginado. Aquellos animales, en realidad, eran ratas callejeras a las que, primero, les extrajeron los dientes para evitar mordiscos y, luego, las encerraron en el interior de disfraces de perros, hechos a base de piel, para que no escaparan. Por supuesto, la causa de la muerte era el hambre y la sed.

Lo único claro es que el ser humano no conoce límite en el engaño y, tampoco, en cuanto a la crueldad.