El primer escalón que debemos subir para acercarnos al verdadero lugar que ocupan los animales, es la modificación del lenguaje que empleamos para referirnos a ellos. El poder y la influencia del lenguaje como forma de ejercer control social son muy elevados. Sin embargo, se trata de un mecanismo sutil muy difícil de percibir, ya que se encuentra instaurado en nuestro repertorio inconsciente y su modificación ha de hacerse de forma consciente y voluntaria.

Es uno de los principales agentes sociales generador de violencia y desigualdad. Veamos cómo afecta el lenguaje a nuestra relación con los animales. Los términos «dueño», «propietario», y «mascota» son utilizados para nombrar a los animales que forman parte de nuestra familia. No podemos luchar por los derechos de los animales o pretender impedir determinados actos hacia ellos, si le estamos dando todo el poder, implícito en estos términos, a sus humanos responsables.

La persona que toma la decisión de compartir su vida con un animal es su responsable, no su dueño. De esta manera, estamos matizando lo que realmente implica convivir con un animal, mientras que de la otra forma, le estamos dotando de la capacidad de hacer con él lo que le plazca, ya que dicho ser vivo le pertenece. Utilizar la palabra «animal» o «perro» por ejemplo, como insulto, tiene consecuencias negativas también para ellos. Y por supuesto, os invito a hacer un repaso por el refranero español, donde en casi todos los refranes encontramos violencia hacia los animales de forma explícita: «matar dos pájaros de un tiro», «muerto el perro se acabó la rabia» etc.

El lenguaje por tanto puede, o bien restar derechos y ser violento hacia determinados seres, o por el contrario, ser un instrumento de cambio positivo que nos lleve hacia la igualdad y la evolución.

Pensemos si lo que nuestra boca expresa se conecta con nuestro corazón y dejemos salir lo que sentimos, sin obedecer a lo impuesto por la tradición.