El inicio de la campaña militar contra la minoría musulmana rohinyá en Birmania (Myanmar) llegó acompañada hace un año de asesinatos, quema de aldeas y violaciones, un estigma imborrable para miles de mujeres que, muchas de ellas embarazadas, encontraron refugio en el vecino Bangladesh.

"Tomé una inyección al llegar aquí para abortar. Fue una experiencia dolorosa, pero después me sentí aliviada", explicó a Efe la joven de 19 años Sharifa Khatun -no es su nombre real-, en Shalbagan, uno de los campamentos de refugiados en el sureste de Bangladesh que acogieron a los alrededor de 700.000 rohinyás huidos.

La pesadilla de Sharifa comenzó el mismo 25 de agosto de 2017 cuando, con su bebé en brazos, abandonó su casa en el estado de Rakáin (oeste de Birmania) e inició su huida, encontrando refugio en un principio en la casa aparentemente segura de una familia rohinyá.

Se equivocó. Un grupo de soldados birmanos la encontraron y la violaron en grupo.

"Cuando recuperé la conciencia, solo pude pensar en correr con mi único hijo", explicó.

Semanas después logró alcanzar el otro lado de la frontera y llegar a los campamentos en Bangladesh, donde abortó de inmediato. Allí espera todavía encontrar a su marido, del que se separó durante el caos inicial de la crisis.

La violencia sexual contra mujeres y niñas en Birmania, de la que Sharifa es víctima y testigo, fue un fenómeno generalizado, según un informe publicado por la ONG Médicos Sin Fronteras (MSF).

Según MSF, al menos un 3,3 % de las mujeres exiliadas entre el 25 de agosto y el 24 de septiembre del año pasado sufrieron o vieron actos de violencia sexual, un número que podría ser mayor, dicen, porque las violaciones no se reportan por el estigma que conllevan.

A diferencia de Sharifa, no todas las supervivientes de violaciones tuvieron la oportunidad o el deseo de abortar.

Según Unicef, casi 60 bebés nacen diariamente en los campamentos de refugiados rohinyás en Bangladesh, donde más de 16.000 vieron la luz en los primeros nueve meses desde que comenzó la violencia en Birmania, en algunos casos después de haber sufrido violaciones.

Nurjahan Begum explicó a Efe que su hija Sadia -ambos nombres son ficticios- fue violada por dos militares dos meses antes de que la violencia estallase de forma generalizada en el estado de Rakáin, y para que no sufriera más, la enviaron a un campamento en Bangladesh.

Allí, antes de que estallara la última crisis, vivían ya más de 200.000 rohinyás que habían huido en anteriores oleadas de violencia, a los que se sumaron, tras el 25 de agosto, otros 700.000 miembros de esta minoría, a quienes el Gobierno birmano no reconoce sus derechos y considera inmigrantes ilegales bengalíes.

"Es guapa", explicó la madre, así que cuando estalló la crisis el 25 de agosto los militares birmanos "volvieron a por ella", pero como no la encontraron "quemaron" la casa, empujando definitivamente a la familia al exilio a Bangladesh, recordó.

Al llegar al campamento descubrieron que Sadia estaba embarazada y era demasiado tarde para abortar.

"Decidimos casarla lo antes posible, pero nos llevó otros tres meses encontrar un novio para ella", aclaró la madre.

Un líder comunitario rohinyá, Hossain Ahmed, detalló a Efe que ahora "Sania no habla demasiado del bebé, ni lo saca fuera de la tienda, porque el aspecto del niño no es el de un bebé rohinyá".

Otras mujeres estaban ya embarazadas cuando las violaron.

Es el caso de Rabeya Akter -nombre ficticio-, embarazada de cuatro meses cuando un grupo de militares entró a su casa y mató a su marido.

Después "dos soldados me violaron junto al cuerpo sin vida de mi esposo. Mis otros dos hijos lloraban al verlo, aún así (los militares) no pararon", rememoró Rabeya a Efe en el campamento.

La refugiada rohinyá dio a luz en su pequeña cabaña de bambú y plástico a principios de año, con la ayuda de otras mujeres y sin intervención de los servicios médicos del campo.

Su caso no es único, solo uno de cada cinco partos tienen lugar en los centros de salud, según explicó a Efe la portavoz de Unicef Karen Reidi.

Atrocidades como las vividas por Sharifa, Sadia y Rabeya, así como la quema de aldeas y las matanzas, llevaron al Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU, a Estados Unidos y a varias organizaciones humanitarias a calificar la ofensiva birmana de "limpieza étnica de manual" con indicios de "genocidio".

El Ejército birmano siempre negó las acusaciones.