«Os quiero a todooooooooos». Subido a la valla, agarrado a los hierros de contención en el fondo sur, José Antonio Barrios, apodado «El Tigre», (Santa Cruz de Tenerife, 1949) se fundía con una grada enloquecida en el Rico Pérez tras anotar el gol ante el Atlético de Madrid que significó el triunfo y dos puntos de oro en la lucha por la permanencia en Primera División durante su última temporada como herculano, allá por el año 1978. Sentado en el banquillo de suplentes al estar recuperándose de una operación de apendicitis practicada por el doctor Carlos van der Hofstadt en el Perpetuo Socorro veinte días antes, Benito Joanet, entonces técnico herculano, se plegó al clamor popular en el estadio que, viendo que el marcador no se movía, solicitó la participación del canario al grito de «Tigre, Tigre».

-«Te sientes con fuerzas», preguntó Joanet.

-Sí, sí, sí. Sácame ya, contestó Barrios, balanceando el cuello, excitado ante la llamada de la grada.

Y el Tigre, que en las dos primeras acciones sobre el césped se calentó como nunca al ver cómo Luiz Pereira le hacía un par de caños, rugió a las primeras de cambio: Centro de Pedro Verde y gol de cabeza haciendo inútil la estirada del guardameta Pacheco. Goooolazo.

Tras la celebración, hubo mensaje para Pereira: «Brasileño, hazme otro cañito ahora».

Escenas similares a ésta, con celebración de gol se repitieron hasta en 35 ocasiones, todas ellas en la máxima categoría (lo que le convierte a Barrios en el máximo artillero del Hércules en la división de honor), durante las cuatro campañas que vistió la blanquiazul.

El tinerfeño llegó al Hércules procedente del Barcelona para incorporarse a un club recién ascendido en 1974. Delantero centro del cuadro catalán, donde fue máximo goleador y ganó Liga , el canario entró en una operación diseñada por Manolo Maldonado y José María Minguella tras recibir la petición expresa del entonces entrenador, Arsenio Iglesias, quien siempre antepuso a Barrios por encima de Martí Filosía, otro delantero ofrecido para jugar en el Hércules.

El deseo del Barça de incorporar al alicantino Albaladejo unido a que en la Ciudad Condal ya había aterrizado Johan Cruyff, estrella mundial que cerraba el paso a todo aquel que quisiera jugar de «9» en el Camp Nou, propició la salida de Barrios hacia Alicante, donde desde el primer minuto se convirtió en un referente en el equipo de Arsenio y un ídolo para el herculanismo.

Atacante fajador y con un extraordinario olfato para el gol, «El Tigre» aprendió desde muy joven los métodos de la guerra de alto nivel. Con 19 años llegó al Granada, temido equipo de finales de la década de los sesenta con dos defensas que causaban terror entre las delanteras rivales: El argentino Aguirre Suárez y el paraguayo Fernández. De estos dos se cuenta que en el túnel de acceso a los Cármenes limaban los tacos de aluminio para dejarlos como navajas ante el estupor de los jugadores contrarios («están locos, están locos», gritaban Zoco y Amancio denunciando a su entrenador en el Real Madrid, Miguel Muñoz, la salvaje práctica realizada a la vista de todos antes de salir al campo). La contundencia de Aguirre Suárez y Fernández en la defensa granadina encontraba la venganza del rival en la parte opuesta del campo, donde Barrios se convirtió en el «muñeco» que purgaba por delante los golpes y desaires que los delanteros de los rivales del Granada sufrían por detrás. En esa etapa se afilaron también las uñas del «Tigre», que llegó a la internacionalidad olímpica y vivió más tarde en Alicante una época dorada.

En Can Barça, Barrios ganó la Liga, brilló como titular antes de llegar Cruyff y elevó todavía más el nivel de autoexigencia para poder competir con el holandés, pero acabó por admitir que el Flaco era inalcanzable: «Yo seguía un riguroso plan de disciplina para cuidarme físicamente y Cruyff fumaba Chester. Ni así. Veías al 'tulipán' tocar la pelota y sabías que no había nada que hacer», confiesa el canario.

La puerta grande volvió a abrirse en el Rico Pérez. A las órdenes de Arsenio Iglesias, junto a futbolistas de la talla de Santoro, Deusto, José Antonio, Rivera, Quique, Giuliano, Betzuen, Saccardi, Baena, Arieta, Carcelén, Juan Carlos y Juanito, entre otros, Barrios aportó el gol a un grupo de ensueño que funcionó como un reloj en el césped y como una familia fuera de él. Ese lazo de unión le llevó, por ejemplo, a llorar como un niño en el aeropuerto de El Altet al ver llegar con la pierna rota a su compañero Quique, el lateral salmantino víctima de una dura entrada del sevillista Blanco en el Pizjuán, que le obligó a retirarse. «Dios quiso que yo no estuviera ese día en el campo por lesión. Si llego a estar en el partido, me quedo con la cabeza de Blanco en la mano», recuerda Barrios, todavía con tristeza en el rostro.

Sus goles ante el Barcelona de Cruyff (2-2 en el Rico Pérez, se dejó barba al no marcar durante 9 semanas) o ante el Elche, al que le tenía tomada la medida (tres tantos suyos supusieron tres victorias en los derbis) no hicieron más que acrecentar el idilio entre una afición y un jugador que hoy, a sus 64 años, sigue teniendo al Hércules en su corazón como referencia y a su añorado Raval Roig, frente al Postiguet, como su lugar soñado.

Por estos lares vuelve a caminar estos días el «Tigre», para abrir una puerta del Rico Pérez, la 9, que, junto al también admirado Kustudic, le pertenece por derecho.