Formó parte de la sección oficial del Festival de Cannes de 2018 y nos devuelve a un Michael Haneke cinco años después de haber angustiado a millones de espectadores y de haber conquistado con Amor todos los premios inimaginables, desde el Oscar y el Globo de Oro hasta los César y la Palma de Oro de Cannes, por citar solo algunos de los más prestigiosos. El cineasta austriaco ataca la podredumbre moral de la clase burguesa y para ello se va colando en las grietas que resquebrajan la fachada de una familia de ricos industriales del norte de Francia. El título es, obviamente, irónico: Haneke y los finales felices son incompatibles.

La película pasa la mayor parte de su metraje cociéndose a fuego lento y presentando a los diferentes miembros de la prole y la sucesión de diferentes puntos de vista apenas deja espacio a las historias individuales. Como de costumbre, Haneke está más interesado en ir creando una atmósfera que invita a pensar en los estallidos de violencia como algo inminente.

En la cinta asistimos a las desventuras de una familia burguesa muy rica. El patriarca ( Jean-Louis Trintignant) está cansado de la vida, y sólo piensa en quitarse de en medio; su hija ( Isabelle Huppert), prometida a un banquero británico ( Toby Jones), lidia con el inútil de su hijo ( Franz Rogowski) y con los problemas de la empresa, como un aparatoso accidente en una obra, mientras que su hermano ( Mathieu Kassovitz) mantiene un tórrido romance extramarital con una violoncelista enajenada y tiene que hacerse cargo de la hija de un primer matrimonio, que ha envenenado a su madre, aunque eso nadie lo sabe.

La niña que mata a su madre y graba sus hazañas es como una prima muy lejana del protagonista de El vídeo de Benny, la hanekiana Huppert (en su cuarta colaboración con Haneke) parece estar presente sólo para hacer su numerito... y la sensación de déjà vu llega a su paroxismo cuando Trintignant, cuyo personaje también se llama Georges, como el de Amor, nos explica que tuvo que asfixiar a su mujer con una almohada. Tal y como ya dejaba intuir la ironía de su título, Happy End es una comedia autoreferencial hecha por alguien que carece de sentido del humor, o que lo tiene muy bávaro.

Thierry Frémaux, director artístico de Cannes, se jacta de que «un festival es un laboratorio», intentando hacernos creer que los autores no son marcas de prestigio, pero todo los años vemos las mismas caras detrás de las cámaras. Happy End es un mal final para el ecuador del festival?Ah, y uno de los mejores chistes de esta comedia bávara es que no la vendieran como la película de Haneke sobre los refugiados (cosa ya de por sí temible), porque sólo hay una escena en el que aparecen, como metidos con calzador, invitados por provocación a la fiesta de esta burguesía privada de discreto encanto.