Tranquilos. No voy a soltar una diatriba contra el deterioro de las buenas costumbres. Vamos a hablar de lengua, y de lengua inclusiva para ser más exactos. Se me estaba ocurriendo que, si llevamos hasta el extremo la tendencia sobre el manejo del género gramatical impuesta por determinados sectores pretendidamente progresistas, nos encontraremos con algunas sorpresas.

Todos sabemos que entre las palabras y aquello a lo que se refieren se establece una relación especular. La palabra «mesa» se corresponde con un objeto que todos podemos identificar cuando lo vemos. De igual modo, las palabras «ventana», «piedra» o cualquier otro término referido a realidades ya sean concretas o abstractas. Una realidad sin nombre, una realidad innombrada sería una «no-realidad». Y aquí es cuando llegan los problemas.

Por mencionar uno, pensemos en la palabra «virtud» que, aunque sea sustantivo de género femenino, procede de la palabra latina «virtutem» que a su vez se deriva de «vir» (hombre), de donde también «viril», con origen en el indoeuropeo «wiro», «hombre fuerte». Esto es así porque en su momento el término nace referido a rasgos que se consideraban masculinos, inicialmente el coraje, la valentía en el combate; luego, el tiempo y la cultura fueron añadiendo otros: justicia, templanza, prudencia, fortaleza? Como quiera que también las mujeres son tan poseedoras de esas características como los hombres, al cabo del tiempo, la palabra pierde su sentido exclusivo y se aplica a ambos géneros sin distinción. Pero ¿qué va a ocurrir ahora? ¿Podremos seguir hablando de las virtudes de las mujeres sin que muchas se nos lancen a la yugular por usar una palabra originalmente masculinizante? En puridad, y siendo consecuentes con la actitud radical de muchos feministas, deberíamos librarnos de la palabra o buscar otra específica para las señoras, quizá «mulieritud».

Pero mientras tanto, y una vez privados de virtud, cualquier exceso verbal o de otro tipo será aceptable por mor del inclusivismo. Podremos hablar sin pudor de varones que son cargos públicos y de damas que son cargas públicas; de hombres guapos que son auténticos bombones y de hermosas mujeres que son espléndidas bombonas. De orondos señores que ostentan sus papadas y de venerables ancianas que exhiben sus pellejudas mamadas (que cada cual lo interprete como quiera). No pretendo ser irrespetuoso ni obsceno, pero resulta insoportable ese esfuerzo desmedido por arruinar la lengua castellana, uno de nuestros mayores tesoros, en un intento por satisfacer demandas superficiales en perjuicio de otras necesidades ciertamente más graves y apremiantes. Ni mi madre tendrá menos coraje porque la considere valiente y no «valienta», ni un proxeneta tendrá más carga de testosterona porque lo llame «proxeneto». Llegado este punto, diré que «hay que ser muy hombre para ser ? mujer».

Los términos son lo que son, y las palabras nunca cambian las realidades a las que se refieren, aunque ciertamente pueden alterar nuestra percepción de las mismas. Que se lo pregunten si no a Göebbels.