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Poblados de arquitectura planificada

La presencia de edificios singulares e instalaciones características de su época y la creación de una fuerte identidad local son rasgos comunes

Depósito de agua para locomotoras en La Encina. ÁXEL ÁLVAREZ

La creación y desarrollo de nuevos núcleos de población es un fenómeno que se ha ido dando a lo largo de la historia, pero que en ocasiones ha venido dirigida. Diferentes aspectos sociales o económicos han propiciado que surgieran asentamientos humanos planificados, que en muchos casos han llegado hasta la actualidad y que a día de hoy son una localidad más, aunque manteniendo notables singularidades. En el plano arquitectónico, las poblaciones de nuevo cuño suelen tener edificaciones características que evidencian esa construcción planificada, y socialmente suelen tener una fuerte identidad local al haberse producido la conciencia colectiva de crecer como pueblo.

El tren y el desarrollo agrario están detrás de la construcción de muchos de esos núcleos, también en la provincia de Alicante. Las necesidades de la explotación ferroviaria propiciaron la creación de decenas de poblados a partir de mediados del siglo XIX, entre ellos La Encina, en el término municipal de Villena. Asimismo, la política agraria promovida durante la dictadura franquista a través del Instituto Nacional de Colonización (INC) para el desarrollo de nuevos regadíos conllevó el nacimiento de más de 300 pueblos entre 1940 y 1975, entre ellos San Isidro, municipio independiente desde 1993 y que hasta entonces perteneció a Albatera, y El Realengo, en el término municipal de Crevillent. En esta zona ya se habían fundado en el siglo XVIII Dolores, San Fulgencio y San Felipe Neri, también de cero.

En San Isidro y El Realengo es fácil observar unos rasgos arquitectónicos característicos; en La Encina también, aunque son diferentes. Muchos poblados de colonización de época franquista se desarrollan a partir de una gran plaza porticada donde coincidían la sede municipal, la iglesia y un centro social. Los edificios religiosos, además, destacaban por su aspecto futurista, con campanarios altos y esbeltos -a veces exentos del templo- y decorados con mosaicos de aires abstractos. La planificación no sólo era urbanística, tal y como apunta Enrique Abad, coordinador del Departamento de Cultura del Colegio Territorial de Arquitectos de Alicante (CTAA), quien describe estos pueblos como un «experimento social»: se trataba de «agrupar a las personas, que tuvieran contacto social y encuentro colectivo, además de servicios» y dotaciones que no tenían en sus lugares de origen. Asimismo, la «arquitectura de vanguardia» de los espacios públicos contrastaba con la «sobriedad y sencillez de volúmenes, con cierto deseo de alcanzar la pureza de las formas» en las viviendas. Entre ellas había que distinguir las casas de colonos y las de obreros; las primeras eran más amplias y tenían un gran patio, e iban acompañadas de una parcela en el campo, mientras que las segundas eran más pequeñas.

El Realengo y San Isidro son obra de José Luis Fernández del Amo, uno de los grandes arquitectos de este proceso de colonización agraria. El primero conserva casi intacto su conjunto urbano, al haber tenido menos desarrollo urbanístico y demográfico. Aquí, la iglesia y el ayuntamiento -actualmente, centro cívico- están en plazas separadas, las dos de gran amplitud. Se inauguró en 1961 y muchos de sus primeros habitantes procedían de municipios cercanos, como la familia de Juana Guirao, concejal de Servicios Sociales en Crevillent y que siempre ha vivido en la pedanía; otros vinieron de Albacete, desplazados por la construcción del embalse del Cenajo, o de Murcia, como Francisco Monreal, que nació en Molina de Segura pero que no duda en calificar El Realengo como «mi pueblo, del que sólo me sacarán cuando me muera». Los dos destacan el sentimiento de comunidad que desde siempre existió en el poblado, reforzado en momentos duros como las inundaciones de noviembre de 1987, que causaron daños materiales muy graves en toda la pedanía.

Juana Guirao y Francisco Monreal aseguran que «ahora la gente es consciente del valor arquitectónico de El Realengo», ya que en los últimos años se ha divulgado mucho la historia de los poblados de colonización. Asimismo, la pedanía despierta el interés de muchos profesionales de la arquitectura, según corrobora Monreal. El lugar también acogió en 2013 un acto de homenaje al arquitecto Fernández del Amo por parte del CTAA.

Sentimiento diferenciado

La conciencia identitaria ha sido mucho más fuerte en San Isidro desde su fundación en 1956, hasta el punto de aspirar a ser municipio propio a partir de 1986 y lograrlo siete años después, como atestigua Fernando Morales, primer alcalde tras la independencia municipal. Entre los primeros colonos había granadinos como Morales, pero también jiennenses, albaceteños, valencianos y abulenses. El aspecto de la iglesia, con su correspondiente torre-campanario espigada y decorada con un mosaico, recuerda a la perfección el origen de la localidad; en el Ayuntamiento también hay una gran fotografía del pueblo en sus inicios. Incluso aún hay desperdigadas por el pueblo tapas de alcantarilla con el logo del INC.

Sin embargo, las viviendas de San Isidro han sufrido muchas más transformaciones que las de El Realengo -las que conservan en el estado original son fáciles de identificar-, unido al crecimiento urbano: el pueblo original estaba delimitado por la carretera Albatera-Catral, la vía del tren y una calle con el certero nombre de Ronda de las Parcelas. El municipio tiene la paradoja de ser el más joven de la provincia pero también uno de los más prósperos, ya que su término municipal -en parte logrado años después de la segregación- incluye una amplia zona industrial y logística.

La Encina también aspiró a segregarse de Villena en los albores de la Segunda República, pero no lo logró. Casi 90 años después, algunos vecinos como Ramón Martí y Miguel Abellán creen que esa independencia hubiera evitado que el lugar decayera tanto con la modernización del ferrocarril y la apuesta pública por la alta velocidad; de 1.125 habitantes en 1940 se ha pasado a sólo 130 en la actualidad. El tren ha sido aquí un monocultivo económico en torno al cual ha girado siempre la vida social y sigue haciéndolo aún, puesto que casi todos sus vecinos son o han sido ferroviarios. Y por ello es toda una seña de identidad bien visible: en el reloj de la iglesia, en el quiosco que hay enfrente, en el parque que rinde homenaje al oficio que dio origen al núcleo... Y en las viviendas construidas por las antiguas compañías MZA y Norte en el siglo XIX y ya por Renfe en 1963, el antiguo depósito de agua, la corroída placa giratoria de las locomotoras... Un conjunto típicamente ferroviario que sufre la decadencia y el abandono -ya en 2005 lo recogió este periódico- y que en sus ya más de 150 años de existencia ha forjado una profunda personalidad propia.

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