El monovero Antonio Gil Gran «Tono» ha sido despedido a lo grande tras fallecer a los 92 años. Sus nietos han llevado a hombros su féretro para cumplir con su última voluntad y darle una vuelta al ruedo en la plaza de toros municipal de Monóvar, la «Joya del Vinalopó», de la que cuidó de forma desinteresada desde que tenía seis años hasta que superó los 85.

Del emblemático edificio fue conserje, torilero, corralero y, sobre todo, un hombre muy querido y respetado en el mundo taurino de su localidad natal y de la provincia de Alicante. Por eso a su funeral, oficiado al mediodía de ayer en el templo parroquial de San Juan, acudió un nutrido grupo de personalidades y aficionados al toreo. Momento en el que su yerno Evedasto, que es miembro del coro parroquial, se despidió de él, en nombre de toda la familia, dedicándole una canción llena de «gratitud, fe y esperanza».

En octubre de 2010 este diario entrevistó a «Tono». Estaba más contento que un niño después de recuperar las llaves del coso tras una convalecencia de varios meses, que le impidió cumplir con su quehacer diario de visitar la plaza de toros. «Ahora que ya tengo las llaves en la mano ya me puedo morir tranquilo», dijo entonces advirtiendo a este medio que quería que se cumpliera una última voluntad: «Cuando me llegue la hora me gustaría que me dieran una vuelta al ruedo».

Y así se ha hecho. El momento fue intenso, entrañable y emotivo. Mientras sus nietos y los maridos de sus nietas llevaban el ataúd a hombros, sus dos hijas lo acompañaron entre lágrimas, junto a sus esposos, con el público dedicándole a «Tono» la última ovación en la plaza de la que ha sido el «alma mater» durante 80 años.

La puerta de cuadrillas se abrió ayer para el torilero de Monóvar y aunque en vida no pudo cumplir su sueño de ser torero, al menos a título póstumo ha hecho realidad su deseo de dar una vuelta al ruedo como hacen los grandes maestros tras una buena faena. Hasta que la edad se lo impidió visitaba el coso todas las mañanas. Regaba las plantas, arreglaba la arena, tapaba las goteras, reparaba los desperfectos, pintaba la barrera y acompañaba a los visitantes. No cobraba nada. Lo hacía todo por pura vocación y por eso ha dejado su nombre grabado en la arena.