Érase una vez un joven universitario que quería cambiar el mundo, que no le satisfacía lo que percibía, que había sido educado en el alienante nacional catolicismo y que, entre silencios, engaños y amenazas, le habían inculcado que un demente todopoderoso era el único que siempre tenía la razón de cuanto acontecía. Era un dios menor al que había que rendirle pleitesía en cada ocasión, con una obediencia ciega cercana a la sumisión, la cual era alimentada en la ignorancia, la autarquía, el desconocimiento y el miedo. Círculos doctrinarios -políticos y eclesiásticos-, orientaban tu rumbo y tu forma de ser, tu forma de hacer y hasta tu forma de pensar: podías condenarte, te podían condenar, aunque tú mismo ya eras la condena porque no eras tú sino la imagen de ti mismo que trataban de modelizar y de fiscalizar aquellos tiránicos inquisidores.

Hasta ahí, la inocencia. Después el despertar. Y, a partir de esa aurora, la convulsión, el rechazo y el compromiso. De ello ya han pasado 50 años: toda una vida para muchos; tan solo un trecho para mí. Porque queda mucho por hacer, mucho por denunciar, mucho por transformar, hasta acercarse a esos mismos aledaños de la utópica igualdad -inequívoco fundamento de la libertad-.

Dice Pepe Mújica: "No hay personas insustituibles. Hay causas insustituibles", y ello lleva a mucha gente, sensible y concienciada, a perseverar en su actitud y, con su ejemplo, a mantener enhiesta la bandera de la insumisión ante las injusticias; la del desacato ante el poder despótico; la de la rebelión ante el sectarismo y la desigualdad, y también, ante la carcoma del aprovechamiento codicioso de los rendimientos del trabajo y de quienes denigran su valor; y ante la codicia de los poderes ocultos; y ante los intermediarios que robando la dignidad de las personas dan satisfacción a quienes se atrincheran en la oscuridad; y ante la corrupción; y ante la degradación ética y moral de los principios y valores que, debiendo conformar una convivencia de respeto y equidad, son conculcados por los miserables.

Y voy recordando: Aquí, en este país, en aquel Mayo del 68, no éramos conscientes de la trascendencia de aquella lucha que se germinaba en Budapest, en París, en Praga. Adoquines contra tanques, pintadas contra el poder, la esperanza combativa contra la cerrazón y la dictadura, (aquella dictadura del fondo y de las formas). Aquí en España, todavía tuvimos que aguardar al menos un año más para ese despertar: El mundo obrero y el mundo universitario, decidieron salir al campo de batalla en los barrios marginales de las ciudades, en las fábricas, en las Universidades; nos iba en ello la visión ilusionante de un pretendido mundo preñado de justicia y libertad, utópico, quimérico, anhelado por los desesperados, por los comprometidos, por quienes teníamos conciencia de que la fraternidad universal se podría conseguir.

Recuerdo los encierros, las manifestaciones, los panfletos, las huelgas que promovíamos, la apertura de expedientes coercitivos, el miedo, sobre todo el miedo -el de la gente corriente, y el nuestro-, los ataques y las descargas de los "grises", las detenciones de "la secreta", las "hostias" en la Dirección General de Seguridad, la "ley de fugas", el pase furtivo de información, mi Libro Rojo de Mao, los clandestinos de Ruedo Ibérico, el Opus, la represión en Milicias Universitarias, , los castigos, el Somatén, la delación de los cobardes, las noches conectadas a la "Pirenáica", los "botijos" con tinta, las carreras en las bocanas del Metro, el estado de excepción, las "fichas de los fachas" y las muertes de quienes se quedaron en el camino sin llegar a identificar a los culpables, sin juicios, sin el derecho a ser escuchados, sin nada más que el signo indeleble de un imbécil dedo acusador.

Ha pasado medio siglo. Aquellos partisanos se han vuelto (nos hemos vuelto) burgueses. Vemos pasar la vida en color. Nos creemos mejores. Y miramos hacia otro lado cuando aparecen destellos de las miserias desatendidas. ¿Igualdad de oportunidades? ¿Dónde, cuándo, cómo? No las aprecio. Hay agotamiento en el Sistema. La renuncia se ha instalado. Para muchos, la incomprensión y las culpas ajenas; el cambio de la indignación a la resignación. Para mí, la continuidad y la denuncia mantenida: Siempre hay esperanza. Siempre se puede hacer algo más.

En estos últimos años, en mis conversaciones con mi mujer y mis hijos, también con algún amigo cercano, manifiesto la preocupación creciente por el mundo que estamos generando permisivamente y que dejaremos a quienes permanezcan: Ese mundo que se nos ofrece y en el que nos creemos protagonistas, cuando tan solo somos una masa un tanto amorfa de obedientes, acomodados en las migajas de quienes deciden cómo hemos de ser y actuar.

¿Estamos volviendo a las cavernas pretéritas?, me pregunto; ¿O es que nunca hemos salido de ellas? Quisiera responderme que no, pero no estoy seguro de nada; y, en este temblor dubitativo, siento preocupación por mis hijos, por mi nieto, por el legado que se aleja encadenado a invitaciones que son ajenas, y que cada vez son más distantes de aquel volcán y de aquella lava candente que arrasaría las injusticias, aquella que un día nos llenó de esperanzas, ¡hace ya cincuenta años! Y acabo como siempre, interrogándole al viento: ¿Son útiles nuestros políticos? Y quedo confuso ante un silbido profundo que me aturde y que reclama: ¡¡Por favor, RESPUESTAS!!