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on poco más de las 20.30 horas y hoy es Nochevieja. Dos personas acaban de llegar por vez primera al albergue de transeúntes de Cáritas y están a la espera de que Cristian, el monitor y única persona encargada esta noche de atender a todos, les registre. «Lo primero es hacerles una ficha», comenta Cristian, quien pregunta a ambos -uno es ecuatoriano y otro de Europa del Este- por su oficio, hijos, si tienen algún ingreso o número de la Seguridad Social. A continuación les entrega una toalla, sábana y mantas, les acompaña a sus catres -existen dos camas por cada habitáculo y en cada habitación pueden haber varios habitáculos- y les explica las normas. «Hay que ducharse obligatoriamente antes de cenar y no se puede fumar ni comer en las camas. A las 7.15 de la mañana se despierta a todo el mundo, se da de desayunar y a las 8.30 deben dejar el centro», explica el monitor, quien posteriormente añade que aquí pueden pernoctar hasta una treintena de personas.

«Hay un registro de camas e incluso arriba hay dos estudios para familias. Las personas que aquí duermen pueden permanecer tres días o tres meses, depende de la trabajadora social. Aquí se renueva estancia hasta nuevo aviso», señala el responsable esta noche quien sobre las 21.30 horas comienza a servir un modesto aperitivo compuesto por rodajas de lomo y salchichón y patatas de bolsa.

Cuatro mesas dispuestas en forma de cuadrado acogen a un total de 15 comensales que poco a poco se van sentando tímidamente en torno a los platos. Tres de ellos son mujeres. Agua y refrescos de limón, naranja y cola sustituyen esta noche al vino blanco, al tinto y a la sidra. «Aquí de alcohol nada», nos aclara desde el principio Cristian.

No excesivamente pendientes del programa de turno de la tele, las personas asisten al primer plato de la noche: cocido. Y surge el primer inconveniente. Tres de ellos, por motivos religiosos, no pueden comer cerdo. Se tendrán que esperar al segundo plato.

Pero la cosa no es mejor para el resto. La mayoría se queja de que el plato no está bueno o está agrio y son varios los que casi optan por dejárselo casi intacto. El ambiente que reina es más bien de melancolía y resignación, de cierto recelo porque otra noche más estás sentado junto a un desconocido, y porque todos se sienten desplazados, saben que éste no es su sitio, pero aquí están.

Tíbor, un húngaro de 42 años y dos metros de altura, es de los pocos que bromean y están alegres. Lleva un mes en España y se defiende bastante bien en nuestro idioma. Es militar, quiere trabajar aquí en seguridad y afirma que ha dejado su país porque allí el comunismo ha dejado paso a la corrupción y el dinero. «España tiene corazón y cabeza, por eso quiero vivir aquí», sentencia.

Varios zascandilean con el pan a la espera del segundo plato. Y?de nuevo no es del agrado de todos. El jamón al oporto está bueno, pero tampoco podrá ser probado por los tres que tuvieron que rechazar el primero. La cena de Nochevieja, por supuesto sin vajilla especial y con mantel de papel, se va a limitar en su caso a varios plátanos y a alguna mandarina.

El colofón lo ponen algunos dulces navideños que muchos los cambian por fumarse un pitillo en el patio interior o irse a dormir sin querer saber nada de las campanadas de Nochevieja. La mayoría de ellos desaparece. Muchos no tienen qué celebrar. Esta noche es otra más y cuanto antes pase, mejor.

Rosario es de las que optan por acostarse antes de las once. No está triste pese a que, según cuenta, su marido y su hija no la quieren en casa y su hijo está en prisión. Lleva cuatro semanas en el albergue y como panadera le gustaría abrir su propio negocio.

Mientras el monitor de noche limpia los platos y hace bocadillos para el día siguiente, sólo tres optan por aguantar hasta la medianoche. Normalmente aquí se apagan las luces a las 23 horas, pero hoy, aunque sea un poco, es una noche especial.

Entre ellos está Andrés. «Estoy derrotado, pero no vencido», declara este ilicitano de adopción que aunque tiene a su familia a unas pocas calles no quiere amargarles la Nochevieja. Es un superviviente del alcohol y el juego, en el que se llegó a gastar decenas de millones, y ahora es tan consciente de su problema como las ganas que tiene de volver a empezar. Se llena por dentro en cuanto puede ayudar a los demás, pero cuando está solo hay momentos en los que se viene abajo.

Entre charlas y cigarrillos se alcanzan las campanadas. Fredy -ecuatoriano de 21 años, cuatro de ellos en España, y sin empleo-, Tíbor y Andrés son los únicos que comparten las uvas y al término se abrazan como hermanos junto con Cristian y el voluntario. No hay cava, no hay música. Poco antes de la una, el centro apaga las luces. Aquí la Nochevieja ya se ha acabado. ¿Feliz 2008?