El escocés Adam Smith (Kirkcaldy, 5 de junio de 1723 - Edimburgo, 17 de julio de 1790), es considerado el economista más influyente de la historia y uno de los máximos exponentes de la escuela clásica de la filosofía económica, además de una figura que, todavía hoy en día, tiene tanto apasionados defensores como acérrimos detractores; para los que se encasillan en el espectro político de la derecha, Smith es el mayor economista de todos los tiempos, paladín del laissez faire, del mercado libre y de la libertad individual. Los que se ubican a la izquierda tienen otra opinión: lo consideran un fundamentalista de los mercados y un apologeta de la acumulación de riqueza, de las desigualdades sociales y del egoísmo humano.

Pero si hay un hecho incontrovertible es que Smith no es, ni mucho menos, el monstruo capitalista y despiadado que muchos nos han querido presentar, pero sí ha sido en cambio el economista más estudiado de los últimos doscientos años, al que siempre se cita, en ocasiones sin venir al caso, tanto por seguidores como por opositores, para intentar contrastar las propias teorías o para refutar las del adversario. En realidad, la doctrina que subyace en sus escritos representa, en la línea de la era de la ilustración en la que vivió, la búsqueda de las causas que producen todos los intercambios entre los seres humanos. Esos intercambios pueden ser de índole económica o de cualquier otra, pero siempre se han de atener a unas normas, lo cual evidencia lo equivocados que están los que afirman que la teoría liberal de Smith aparca cualquier tipo de regulación por parte del Estado.

En el libro más famoso de Adam Smith, La riqueza de las naciones (1776), se describen las cuatro fases principales por las que ha atravesado la sociedad humana en términos de desarrollo económico: una primera de cazadores recolectores; la segunda constituida por agricultores nómadas; otra caracterizada por ser una sociedad agrícola y feudal; y otra última en la que existe una fuerte interdependencia comercial. Pero, al tiempo que nos explica la evolución socioeconómica del hombre, Smith también hace hincapié en el hecho de que, en todas las fases descritas, existen una serie de instituciones y normas adecuadas para cada una de ellas.

Lo descrito en el párrafo anterior podría llegar a inducirnos la idea de que esa sucesión de cambios en las bases productivas, acompañadas de una superestructura civil y de un corpus legislativo, se asemeja a la concepción marxista de la historia. Pero existe una diferencia fundamental. Mientras en la filosofía marxista el motor del progreso humano sería la constante lucha de clases, desde una concepción liberal, como la que propugna Smith, ese principio rector está constituido por el deseo natural que mueve al ser humano a mejorar, guiado por el principio de la razón.

Desde mi modesto punto de vista, creo que la historia reciente de Europa ha demostrado el fracaso absoluto de los regímenes basados en concepciones marxistas de la sociedad y la economía, dando lugar a terribles dictaduras en las que, subvirtiendo las ideas que promulgaban defender, la diferencia abismal en el nivel de vida de los cuadros dirigentes y de la población en general era la norma. Por el contrario, en las democracias liberales, basadas en un capitalismo de libre mercado, dotado de normas reguladoras en función de las circunstancias, seguridad jurídica y libertad política e individual, lo habitual ha sido un crecimiento económico sostenido y una mejora de la calidad de vida de todos los ciudadanos.

Por ello, me preocupa que en el Gobierno de España haya personas que defiendan una política económica y fiscal basada en modelos que se han demostrado tan obsoletos como ineficaces: la subida de impuestos, el incremento del gasto, la escalada de la deuda pública, no nos conducirán sino a una espiral infinita de paro, clientelismo y, en última instancia, como ha ocurrido ya en países con ingentes recursos como Argentina y Venezuela, a la quiebra del Estado y a la ruina. Cuando los holandeses se niegan a rescatarnos yo no los censuro, sino que los comprendo. Ellos han ahorrado y tienen recursos para salir adelante por sí mismos. Nosotros hemos gastado, sin mesura alguna, en administraciones duplicadas, puestos ad hoc para militantes de los partidos, o en diversas modalidades de pan y circo.

En la Administración local la situación no es diferente. Por desgracia se confunde gastar mucho con realizar una buena gestión. Sin ir más lejos, el pasado día 16 se publicó en este diario una noticia en la que se podía leer que "El equipo de gobierno (de Elche) se verá obligado a reducir algunas partidas de inversión por las limitaciones del Estado." El titular es confuso, se podría pensar que el Estado es muy malo y no nos deja invertir. Pero si ahondamos en la noticia, podemos comprobar como la edil de Hacienda, Patricia Maciá, nos da su explicación al respecto indicando que "el año pasado incumplimos en unos 5 millones la regla de gasto, por lo que nos vamos a ver obligados a hacer ajustes este año." No sé ustedes, pero yo de esas palabras entiendo que el Ayuntamiento ha gastado más dinero del presupuestado y el Estado le ha dado un toque de atención. Pero es que, a renglón seguido, la Sra. Maciá matizaba que "nos pasamos del techo de gasto debido a que el año pasado el porcentaje de presupuesto que no se ejecutó fue menor que el del anterior, es decir, que se mejoró la gestión del presupuesto." Si éste es el ejemplo que debemos seguir los ciudadanos, gasten ustedes por encima de sus posibilidades, contraigan deudas, no las paguen, echen la culpa al maldito sistema capitalista y exijan una solución. ¿Qué algunos ya lo hacen? ¡Ah, vale!