Por quién doblan las campanas es el título de la más renombrada novela del escritor norteamericano Ernest Hemingway (1899-1961), junto a su otra obra maestra Adiós a las armas. Hemingway tomó el título de esta novela de un sermón de John Donne: "La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti".

Donne fue un poeta inglés que vivió entre el último tercio del siglo XVI y el primero del XVII. Considerado el principal representante de la escuela poética metafísica, ejerció como deán de la Catedral de San Pablo, en Londres, y es reconocido como el mejor escritor de poemas de amor en lengua inglesa, además de haber escrito diversos tratados religiosos y una serie de sermones de los que se afirma que fueron los más destacados de todo el siglo XVII.

Pero no se preocupen por el párrafo anterior, pues no es mi intención iniciar ningún sermón. Para eso ya tenemos las homilías que nos dirige el Presidente del Gobierno todos los sábados, o los discursos de nuestro propio Alcalde que, a fuerza de repetir las consignas del partido, más parece que musite jaculatorias que acciones políticas concretas que, en el año que ha transcurrido desde las últimas elecciones municipales, han brillado por su ausencia.

Retomemos por tanto a Hemingway y su novela, que se desarrolla en la España de 1937, en plena Guerra Civil. El protagonista, Robert Jordan, en un profesor norteamericano que ha dejado su trabajo para combatir en el bando Republicano y la trama es aparentemente sencilla: al brigadista se le ordena volar un puente sobre la garganta de un río cerca de Segovia. Para ello debe valerse de la ayuda de los guerrilleros que operan en el territorio controlado por Franco. Pero la novela tiene muchas otras connotaciones. Es una historia de amor, un intenso relato bélico, pero sobre todo es una reflexión sobre la muerte misma.

La experiencia que vive Jordan durante los acontecimientos que se describen en la novela, le lleva finalmente a tener que replantearse sus propios valores en torno a lo personal, a lo amoroso y a lo político, puesto que su escala de creencias, que hasta entonces creía tener fuertemente organizadas y jerarquizadas en extremo, se hacen añicos.

Esa sensación de pérdida de valores y creencias, o la necesidad de invertir la prioridad de algunos de ellos, que tan bien describe Hemingway, es algo que nos puede ocurrir a cualquiera cuando se nos somete a una fuerte presión o a una experiencia traumática, y me temo que es lo que nos está pasando a los españoles a causa de los dramáticos acontecimientos que se vienen desarrollando desde el mes de marzo y que todavía, por desgracia, no hemos podido superar.

Uno podría pensar que en un país como el nuestro, que vivió una contienda fratricida sin precedentes hace menos de un siglo, sería capaz de afrontar de una forma única y unívoca cualquier problema que se le planteara; pero la experiencia de las últimas semanas nos está demostrando que, a todos los niveles y sin distinción de colores políticos, tenemos unos representantes, en el gobierno y la oposición, que no están a la altura de las circunstancias y que, además, son jaleados por sus respectivos seguidores de una forma totalmente acrítica.

Ese empecinamiento en defender a uno u otro partido, haga lo que haga, sería comprensible en aquéllos que viven de las migajas de la política, como es el caso de los miles de "asesores" que pueblan todas las administraciones, empezando por nuestro Ayuntamiento, y cuyo único mérito conocido es militar en tal o cual formación, ser amiga de la lideresa, haber hecho algún favor o ser conocedor de algún secreto inconfesable. En resumen: mediocridad, patulea y excrementicia.

Ahora bien, lo que carece por completo de sentido es que haya ciudadanos que no dependiendo de la política para vivir defiendan también, sin el menor atisbo de censura, a uno u otro líder en función de su adscripción ideológica. No estoy diciendo que los ciudadanos dejemos de interesarnos por la política, pues ese desinterés, llevado a su grado máximo nos podría conducir al proceloso terreno que marca el límite en que los populismos y los totalitarismos son aceptados. A lo que me refiero es a que no consintamos que a los votantes nos traten como a tontos: castiguemos las actitudes de "los hunos y los otros" a su debido tiempo.

Entre tanto, desde el pasado miércoles y durante diez días nuestro país está de luto por las víctimas del coronavirus. Se ha discutido incluso si era el momento adecuado para ello. Discusiones bizantinas. Proclamado está el duelo, respetémoslo y manifestemos nuestro pésame a las familias rotas, pues las campanas doblan por todos nosotros.