«-¡Caballeros, no pueden pelearse aquí!¡Esto es el Departamento de Guerra!».

«Teléfono rojo (Dr. Strangelove)» (1964),

película de Stanley Kubrick.

Locos por una caña. Y unos panchitos aunque sea. Así estábamos: desescalando ordenadamente pero sin nada que llevarnos a la boca para recuperar las sales y nutrientes perdidos durante el estricto confinamiento, con tanta gimnasia en el salón y sudor frente a los fogones. Ha sido complicado manejar tal nivel de ansiedad y estrés acumulados una vez abierta una puertecita a la fase 1. Como consecuencia de ello, muchos confinados se han lanzado esta semana a llenar las terrazas de los bares como si no hubiera un mañana ni avistasen en lontananza esa Nueva Normalidad que nos anuncia Pedro Sánchez en sus epifanías semanales. Porque existen lógicas y fundadas dudas respecto a qué nos deparará ese renovado estado existencial, e incluso si existirá después de todo. ¿Será la Nueva Normalidad como la Nueva Política o acaso un espejismo más cruel? ¿Serán los nuevos paradigmas normales tan paradigmáticos como los viejos paradigmas? ¿O será, quizás, como apunta el socioconstructivismo, que no podremos abordar la normalidad desde una objetividad descontextualizada de la intersubjetividad social? Ahí lo dejo.

Ajena a estas y otras preguntas que flotan en el aire y que añaden aún más partículas subatómicas al ya de por sí enrarecido ambiente que respiramos a través de las mascarillas, la ciudadanía ilicitana ha agradecido el salto de fase en la transición hacia la Nueva Normalidad. Y la diferencia con la fase 0 se nota, oiga. No es que sea como la anhelada fase 2 ni mucho menos como la ansiada fase 3, pero algo es algo. Aunque hay que llevar cuidado, porque tanta luz y tanta libertad de pronto pueden confundir aún más nuestros sentidos. Ha habido quien, tras tomar una cerveza, se levantaba de la mesa, guardaba cola en la misma terraza y volvía a sentarse a consumir otra caña, repitiendo el proceso una y otra vez, en un imposible afán por recuperar el tiempo perdido. O quien, en lugar de ketchup, acabó aderezando la hamburguesa con gel hidroalcohólico y dándole un bocado con la mascarilla puesta (como era del tipo FFP3, la válvula de exhalación le proporcionó un ligero sabor adicional a salsa chimichurri). Otros han desarrollado una obsesión compulsivo reactiva (OCR) por las cacerolas y su sonido, derivado de tantas recetas de cocina online malogradas por estar pendientes de las comparecencias diarias de Fernando Simón y los ministros de turno.

También ha habido personas e individuos que, ajenos a las fases y estados del confinamiento, han seguido saliendo a la calle a la hora que les apetecía, pese a las admoniciones del alcalde, Carlos González, y del vigilante concejal de Seguridad y Civismo, Ramón Abad. Consecuencias: más de 10.000 propuestas de sanción (a una media de entre 1.000 y 3.000 euros, hagan cuentas) y medio centenar de detenidos. No es solo que tengamos aquí al individuo más multado del país, con una treintena de sanciones (está en prisión, por cierto, además de otros seis díscolos recalcitrantes), sino que también ha habido una casuística infractora muy heterogénea. Como el goloso individuo que fue interceptado por los policías cuatro veces en el mismo día y en todas argumentó que había bajado a comprar nocilla. O el matrimonio sorprendido camino del súper, separados ambos cónyuges unos metros, y que negaron conocerse, pese a la delatora evidencia de la misma dirección en los dos DNI. Pillines.

Uno de los casos más impagables (sigan leyendo entenderán la anfibología) registrados en los anales policiales durante el confinamiento ha sido el de un hombre que, acuciado por la comezón libidinosa, hizo como que salía a pasear el perro y se dirigió al camino del Pantano, donde, al parecer, durante el estado de alarma ha seguido funcionado un servicio de urgencia para casos de imperiosa necesidad lúbrica. Allí acudió en pleno encierro total el apremiado paseante, quien al percatarse de la presencia de un indigente en el lugar, pensó que miel sobre hojuelas (valga la analogía), y tras negociar que le cuidara el perro, procedió ipso facto a solventar la emergencia entre palmeras (se desconoce si respetó la distancia social y demás requisitos socio-sanitarios). Por una de esas casualidades de la vida, aconteció que en esos momentos pasó por allí una patrulla municipal y al observar al menesteroso (conocido de los agentes) con un can tan aseado, levantó las lógicas sospechas, que condujeron a la averiguación del ardid. Parece que el falso paseante, una vez aliviado, trató de justificar su escapada acogiéndose al apartado de la norma ministerial que permitía salir de la reclusión domiciliaria «por causa de fuerza mayor o situación de necesidad». Alegación que, como era de esperar, no surtió efecto alguno, por lo que se marchó a casa caliente de nuevo, como consecuencia de la sustanciosa multa.

En consonancia con la ciudadanía, parece que la actividad municipal también va avanzando de fase, con anuncios de más obras, más espacio para las terrazas, ampliaciones de ayudas y planes de reactivación. Pese a ello, Pablo Ruz sigue quejándose de que Carlos González le mantiene en la fase 0 y continúa sin llamarle para, precisamente, reactivar la economía local y comenzar a planificar la Nueva Normalidad Ilicitana (NNI). Seguramente lleva razón, pero es que el alcalde tiene muchas ocupaciones en estos momentos, y no da abasto con tantas videoconferencias, videorreuniones y videorruedasdeprensa, videoestoylootro, además de gobernar la desescalada, que no es fácil. Tal vez le llame en la fase 2 o en la 3.

Y mientras, como efecto colateral de la pandemia, se adelanta unos meses el anunciado cierre del bar Villalobos, añadiendo más tristeza y desconsuelo al ya de por sí alicaído ambiente ciudadano. ¿Seremos capaces de sobrevivir en la Nueva Normalidad sin el aporte proteínico del bocata de tonyineta, anxovetes i tomateta de pot? Vicente, ¿por qué nos has abandonado cuando más te necesitamos? Para contrarrestar tan duro golpe anímico, el alcalde asegura que igual se puede salvar la Nit de l'Albà este año como única manifestación de las fiestas patronales. Siempre que en las azoteas haya solo un tercio del aforo habitual, se guarde la distancia reglamentaria y haya mascarillas para todos, además de guantes para quien manipule petardo. Cuando llegue la hora del meló d'aigua, cada cual se partirá su tajada, tras el pertinente uso del gel hidroalcohólico. Se prepara la normativa con más instrucciones al respecto, por si el doliente ministro Illa da su permiso y Ximo Puig lo autoriza, según vea el panorama (si lo ve).

Pero no todo en este obligado confinamiento es malo. La vegetación ha vuelto a crecer entre los restos arqueológicos en torno al Mercado Central y además se han creado varias lagunas gracias al agua de lluvia acumulada en los aljibes desenterrados. Hasta se ha fumigado contra los mosquitos, como si se tratara del Clot de Galvany. La llegada de las anátidas y zancudas está al caer. Los técnicos municipales, cuando vuelvan al trabajo presencial (si no empalman con las vacaciones de verano), empezarán a elaborar el expediente para declarar la zona BIN (Bien de Interés Natural), y remitirlo a la conselleria, donde nuestra Mireia Mollà (es la jefa, ¿se acuerdan?) lo acogerá alborozada. Atentos y atentas.

Y atentas y atentos, también (sobre todo y toda) a la que se puede montar en las playas a partir de ya, con las normas restrictivas que se están anunciando. Ahí se podrá comprobar científica y fehacientemente, hasta dónde llega la capacidad de resistencia del ser humano mediterráneo. Que se lo digan al rijoso del camino del Pantano.