«-Si crees que esto tendrá un final feliz

es que no has estado prestando atención».

Ramsay Bolton, personaje de «Juego de Tronos».

Los efectos del confinamiento comienzan a ser devastadores para algunos, y más ahora que seguimos castigados en la zona 0. Un vecino de mi calle sigue saliendo a las ocho cada tarde a aplaudir a los sanitarios pero, además, repite a las nueve golpeando una cacerola para protestar por la incompetencia de Pedro Sánchez, y a las diez vuelve al balcón haciendo sonar una bocina para quejarse de la estulticia de Pablo Casado. Un señor mayor, más abajo, comparece enaltecido y prieto de filas aporreando un bombo rojigualdo cada día que escucha una arenga cuartelaria de Abascal en el Congreso, en plan sargento instructor de «La chaqueta metálica». El resto de jornadas hace lo mismo pero animando a la selección de fútbol. Una mujer de enfrente hace sonar insistentemente la batidora de vaso cada tarde para exigir al alcalde Carlos González que autorice a su marido a pasear a la hora que quiera y, a ser posible, que no vuelva en varios días. Otro entona «Què bé se viu, què bé s'està / en la barraca a la vora del mar», despatarrado en bañador en la diminuta piscina de plástico de su nieta, con un nugolet en la mano. Y hasta hay quien ha desplegado una pancarta con el lema «Fernando Simón presidente». En fin, alteraciones del comportamiento que ya analizó Burrhus F. Skinner en el marco del conductivismo radical, que es precisamente el sino de los días que corren, ni más ni menos.

Pero no todo está perdido, porque ya tenemos en marcha el tan ansiado plan de desescalada. He seguido atento y absorto las instrucciones de las autoridades para no perder detalle de las fases y desfases. Pertrechado de una pizarra velleda y rotuladores multicolores, he ido trazando tablas, líneas, polígonos, alguna que otra elipse y unos cuantos conjuntos y subconjuntos, que he rellenado con horarios, edades, distancias, actividades permitidas, actividades prohibidas, además de unos dibujitos de frutas variadas (procurando no mezclar peras con manzanas) para darle colorido. Y, por supuesto, cuadros sinópticos; que no falten los cuadros sinópticos. Diariamente modifico en la pizarra mis paradigmas conductuales a tenor de lo que manden las autoridades sanitarias autorizadas y, sobre todo, lo que recomienden el alcalde y el concejal de Seguridad y Civismo, Ramón Abad, al que se le ve cada día más apesadumbrado. Y es que, pese a su empeño personal, no dejan de aumentar los/as malos/as ciudadanos/as que se saltan las normas de comportamiento viral y, en consecuencia, hay que multarles (o incluso detenerles). Es lo que pasa por no hacer cuadros sinópticos en casa.

Hay que tenerlo todo bien palmario y aprehendido para evitar percances con la salud y la ley. Por eso, una vez clarificadas en mi velleda las cosas (siguiendo el modelo kuhniano de desarrollo científico, por supuesto), con ayuda de una regla, un cartabón y un compás de dibujo técnico establezco sobre el plano mi kilómetro de movimiento autorizado, traslado las coordenadas al GPS de mi teléfono móvil y me descargo una app para que me dé un calambrazo (moderado) y suene la alarma cuando llegue al límite de mi radio de libertad desescalada. Una vez hechos los deberes, me dispongo a evadirme de la cruda realidad viendo «Vikingos» (tenía muchas series atrasadas y las voy abordando por orden alfabético). Y mira por dónde, en uno de los capítulos resulta que una tremenda epidemia (probablemente causada por un ancestro escandinavo de la Covid-19) asuela el pueblo de Ragnar Lothbrok, como él arrasa las desprevenidas costas inglesas. No hay manera de evadirse (y eso que sigo sin ver «Contagio» ni «Pandemic»).

Leo que algunos expertos en la materia aseguran que durante el confinamiento tenemos la sensación de que el tiempo pasa de una manera anómala y extraña, a causa de la falta de eventos especiales que antes marcaban nuestro devenir. Tal vez eso explique el hecho de que el reloj de la Plaça de Baix se haya parado. Es lo último que nos faltaba: sin Misteri en agosto y sin las campanadas de Calendura en el confinamiento. Lo he podido ver en mi primer paseo autorizado, cargado de plano, GPS, brújula, cronómetro, mascarilla doble, certificado de empadronamiento y libro de familia (paseo con mi mujer, ante el desconsuelo de mi perro) y la tarjeta SIP. Hay que ser previsor. Oigo por el centro más cacerolas que en el extrarradio. Se nota donde hay mejores menajes.

Me noto raro tan lejos de casa y rodeado de tanta gente. Antes salía con mi mascota en la más absoluta soledad y debo reconocer que llegó a gustarme. Ahora no dejo de mirar de reojo a todos los que vienen y van, temiendo encontrarme con algún conocido y verme forzado a intercambiar un saludo, aunque sea a distancia. Y no digo nada si intenta pararse a charlar. Qué agobio. No sé si estaba mejor antes de comenzar a desescalar. De la claustrofobia estamos pasando a la agorafobia. Decido bajar a la ladera del río para sosegarme y casi sufro un síncope ante tal multitud de paseantes, corredores, mascotas, patinadores, ciclistas no autorizados y hasta cochecitos de bebé a la carrera, en un tropel de libertinaje desescalador. Me cuentan que las amenazantes aglomeraciones se dan también en otros circuitos peatonales, como las rondas norte y sur. Una evidencia más de cómo todo en el universo en su conjunto y la raza humana en particular tienden a la entropía.

Dicen los expertos que estos estados de ansiedad y demás trastornos son normales y pasará en cuanto podamos tomarnos unas cervezas (en botella, nada de vaso) en una terraza con la mitad del aforo, a dos metros de nuestro interlocutor, con las mesas separadas por mamparas de metacrilato, servidas por camareros/as embozados tras una mascarilla, una pantalla protectora tipo soldador, guantes de látex y certificado antiviral colgado del cuello. Un consuelo.

En cualquier caso, conforta ver algo de sentido común en este pandemónium que nos envuelve en el inicio del largo e incierto camino hacia la nueva normalidad, sea la que fuere. Quizás se trate de otro encantamiento del pérfido nigromante Mambruno, pero me ha parecido haber visto un lindo pactito, con el gobierno municipal y la oposición caminando de la mano y cantando por el camino de baldosas amarillas. Incluso he creído ver a Carlos González ejerciendo algo parecido a un liderazgo político, en el sentido aristotélico, de esos que definen a un gobernante en los momentos cruciales. Hasta se han licitado las obras de peatonalización de la Plaça de Baix y la Corredora, que ya es determinación. Si no lo he soñado. En cualquier caso, mejor no hacerse ilusiones. Probablemente este ambiente de concordia política local no sea más que un anhelo meramente aporístico (o un efecto más del sobrecalentamiento de las meninges por la reclusión). Lo iremos comprobando a medida que las hostilidades opositoras se recrudezcan en la capital nacional y que la consigna de no hacer prisioneros vayan inficcionando los subsiguientes ámbitos geopolíticos, para nuestro infortunio. Atentos.

En cualquier caso, sea como fuere, pese a nuestros ímprobos esfuerzos doblegando la fatídica curva y los pérfidos algoritmos, nos han puesto un cero patatero en la primera convocatoria de la selectividad desescaladora y Elche no progresa adecuadamente a la fase 1. Hasta el alcalde tenía preparada la coetà. Pero que no cunda el pánico (todavía más), porque en unos días tendremos repesca. A aplicarse, a estudiar bien los cuadros sinópticos y, sobre todo, a no aumentar las estadísticas víricas. Ánimo.