El año 2012, el semanario británico The Observer elaboró una lista con las que, según su criterio, eran las diez mejores novelas históricas de todos los tiempos. Una de esas novelas era Il Gattopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. No en vano, El gatopardo es uno de los libros más vendidos en italiano y se le considera una de las obras más relevantes de la literatura italiana contemporánea. Además, desde su publicación póstuma en 1958, ha sido traducido a cuarenta y seis idiomas, convirtiéndose en un referente literario mundial.

Aunque es probable que la aproximación de la mayoría de ustedes a El gatopardo haya sido a través del celuloide, pues la novela fue llevada al cine en 1963, bajo la dirección del magnífico Luchino Visconti y la intervención, en los papeles estelares, de nada más y nada menos que Burt Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon.

El Gatopardo hunde sus raíces en la novela histórica del siglo XIX, representando el surgimiento de un nuevo estilo a la hora de escribir novelas. Para Lampedusa, la nueva novela es principalmente psicológica. De hecho, aunque parezca lo contrario, el tema no es una serie de acontecimientos, sino la ansiedad humana. Las imágenes de la trama presentada en El gatopardo siguen tres ritmos: uno casi inmóvil, condicionado por la geografía y el clima de Sicilia; otro lento, constituido por la historia social; un tercero rápido y efímero, refugiado en las vivencias de los personajes.

No en vano, los antecedentes literarios de Lampedusa eran Virginia Woolf, James Joyce, T.S. Elliot y la teoría psicoanalítica de Freud. El Príncipe Fabrizio, protagonista de la novela, es un hombre consciente de los límites humanos, por lo que desarrolla una actitud absolutamente estoica. Por eso, la celebérrima frase de su sobrino Tancredo «Todo debe cambiar para que nada cambie», parece transformarse, en el lecho de muerte de Don Fabrizio en un «si tú no cambias, el tiempo te cambiará». Se trata, en definitiva, de una novela en la que los límites temporales de la naturaleza humana están siempre presentes de una manera melancólica, conmovedora y sabia.

Precisamente la paradoja que encierra la frase «Todo debe cambiar para que nada cambie» ha dado lugar a una expresión, utilizada con frecuencia en ciencias políticas, conocida como «gatopardismo» o «lampedusiano». Aunque el origen de esa idea de Tomasi di Lampedusa no sea del todo original, pues ya Maquiavelo en sus Discursos (libro I, capítulo 25) decía que «Quien quiera convertir a un estado anticuado en una ciudad libre ha de conservar al menos la sombra de las formas antiguas».

Ahora bien, si quieren ustedes obtener un ejemplo arquetípico de «gatopardismo» no tienen más que comparar los titulares de los medios de comunicación ilicitanos de las últimas semanas con los de hace cuatro años. Si tienen la paciencia de someterse a este ejercicio, podrán comprobar que la única diferencia entre unos y otros es la fecha que encabeza la noticia.

En Elche el tiempo nos cambia, pero todo lo demás permanece inalterable: si hace cuatro años se anunciaba la inminente llegada del AVE a nuestro término municipal, que no a nuestra ciudad, pues esa línea férrea, mientras no esté conectada con la de cercanías no va a aportarnos beneficio alguno, ahora se proclama desde el Ayuntamiento que ya está llegando, mientras el Gobierno de España dice que sí, pero que ya no va a dar fecha concreta.

La plataforma «Salvem el Mercat» pide el enésimo informe al Consistorio sobre uno u otro aspecto relacionado con el tráfico, las catas arqueológicas o el refugio de la Guerra Civil; ignoro si dicho colectivo ha recibido todos los informes que ha solicitado porque, si así fuera, su archivo no cabría en la Biblioteca del Congreso de los EE UU. Mientras tanto, la solución, sea la que sea, sigue sin llegar por parte de quien corresponde, es decir, del Gobierno municipal.

Sin embargo, las cuestiones nimias, que parece ser que tanto gustan a algunos políticos, siguen acaparando el quehacer cotidiano de nuestros munícipes: la inauguración de unos bolardos, la presentación de un cartel, su demostración de cariño regalándose ósculos, la asistencia a eventos festeros, o las críticas por la ausencia de los contrarios a los mismos, parecen ser los asuntos que ocupan y preocupan a los nuevos y a los antiguos concejales.

Los cien días de cortesía son un concepto antiguo, pero elegante. Concedámoslos, pero esperemos que en septiembre, con la inauguración de lo que gustan en llamar «el curso político» empecemos a ver que la ciudad se mueve.