La escritora María Aurelia Campmany en el pregón de las fiestas de Elche del año 1990, decía que una ciudad es un espejo en el que se puede contemplar el universo y esto es lo que se manifiesta en este encuentro que estamos celebrando, en el que participan colectivos de diversas nacionalidades que pueblan nuestra ciudad. No se puede tener una imagen cabal de la ciudad, si carecemos de esa perspectiva universalista: lo local es lo más universal y si queremos actuar de modo responsable y eficiente en nuestro mundo, debemos incluir en nuestra visión ambas miradas: lo local y lo universal deben formar parte de nuestra perspectiva diaria. El desarrollo de los medios de transporte y de los medios de comunicación nos hacen presente en nuestro mundo local, que no vivimos aislados, que somos parte de la gran familia humana. El desarrollo humano se basa en la apertura a los otros, en la relación. Esto que hoy día se nos presenta como evidente a nuestros ojos, es parte consustancial a la historia de la humanidad. La historia de las ciudades es un ejemplo de ello; las ciudades progresan no en tanto se encierran en sí mismas, sino en cuanto se relacionan con el mundo, de ahí que las ciudades que han prosperado, son aquellas que se encontraban en las encrucijadas de los caminos; en aquellos lugares se desarrollaron los mercados y las ferias y con el intercambio de productos, se intercambiaban las ideas y los sentimientos. La ciudad como lugar de cruce, de encuentro entre culturas, no es la descripción de ninguna historia mítica, es la historia de nuestra propia ciudad de Elche. En el espacio de esta tierra que consideramos nuestra, se han desarrollados desde hace varios milenios diversos pueblos que la habitaron y la consideraron también su tierra. La historia de nuestra ciudad, nuestra historia, es la de varios pueblos; todos ellos fueron dejando su poso; en el conjunto de todos ellos se conforma nuestra identidad, es decir, nuestra semejanza y no nuestra diferencia. Hace varios años en mi primer mandato en la alcaldía de Elche decidimos celebrar el bimilenario de la fundación del municipio romano de la colonia de Illice. Aquella celebración la titulamos «2.000 anys de la vida d'Elx», pues lo que se quiso señalar fue la pervivencia a lo largo de tantas generaciones, de una comunidad abierta y sin fronteras que hoy constituye nuestra ciudad. A lo largo del tiempo hemos ido sintetizando esa realidad con un nombre que encierra una riqueza y una diversidad: el nombre de la ciudad de Elche. Como emblema de aquella conmemoración adoptamos una de las primeras monedas romanas que tiene grabada dos manos entrelazadas, signo de la amistad y la cooperación, lo que constituye la esencia de la ciudad.

Esa riqueza y diversidad se halla en el origen de la pujanza de la moderna ciudad de Elche. Al final de los años cincuenta del pasado siglo fueron muchas las personas que vinieron procedentes de otros lugares de España, fundamentalmente de Andalucía, Murcia y La Mancha, buscando en nuestra tierra un mundo mejor y con su trabajo, con su aportación, engrandecieron la ciudad y la hicieron mejor. En los tres últimos decenios son muchos los ciudadanos de otras partes del mundo los que han venido a nuestra ciudad y de ella han hecho su hogar, su casa, y a la vez nos han ensanchado las fronteras de nuestro mundo. En el reducido espacio de la ciudad encontramos el sentido más propio de la palabra patria, el lugar, la tierra, el espacio que consideramos como propio, como el de cada uno, como la casa propia que habitamos; una casa con las puertas abiertas siempre dispuesta a recibir a los otros. La patria no es la cueva donde refugiarse de los otros, es el espacio que se comparte con los demás. Lo que define a la ciudad no es la frontera, eso es cosa de los estados; lo que la define, es la plaza, que es el lugar de encuentro con la gente. La relación entre los moradores de una localidad, de una ciudad es la de vecinos, es decir, lo que la califica es la relación de cercanía, el sentido de cooperación entre todos ellos.

En estos momentos se oyen voces que nos quieren alertar del miedo a los extranjeros; estas voces no son nuevas, se han repetido a lo largo de la historia, son las voces que surgen del miedo al otro, del mundo de la caverna en la que quieren refugiarse en defensa de lo que consideran lo más propio. Es la vuelta a refugiarse en los instintos más primarios, la defensa de la tierra, de la sangre. Es curioso que a ese vivir enclaustrado en los instintos más primarios se le llame la defensa de la civilización, cuando sabemos de antiguo que toda civilización empieza por la hospitalidad, por el reconocimiento del otro. En las bases de toda civilización encontraremos estos principios.

Vivir la vida de la ciudad es una celebración; la esencia de la ciudad es la convivencia y en la medida que convivimos con los otros, los reconocemos y el inmigrante deja de ser un número y se convierte en un vecino, un vecino del que podemos participar de toda la riqueza cultural que nos aporta, como él podrá gozar de la nuestra y así construiremos lo que llamamos la identidad, encontrándonos en todo aquello que nos asemeja. Cuando profundizamos en la identidad de cada pueblo, encontramos que lo más identitario es lo universal, lo más propio es aquello que sabemos compartir.