El tamaño del cerebro es radicalmente diferente entre reptiles, aves y mamíferos debido fundamentalmente a la diferencia de tamaño y complejidad de la corteza cerebral, que llega a su máximo exponente en nuestra especie. Compuesta de seis capas, frente a las tres de reptiles y aves, la corteza cerebral nos permite controlar características exclusivamente humanas, como la creatividad, el lenguaje, la escritura, la risa, las artes o la capacidad de planificar acciones y prever sus consecuencias.

La expansión de la corteza cerebral se inició con el paso a tierra de los anfibios, en el Cámbrico, hace unos 500 millones de años, cuando la diversidad de formas de vida experimentó una gran explosión. En ese momento se produjo la aparición de los amniotas (reptiles, anfibios y aves), cuyo embrión está provisto de una cavidad rellena de líquido (amnios) que les permitía independizarse del agua para su reproducción y desarrollo.

Dejar el medio acuático supuso un gran reto para el primitivo cerebro, que experimentó profundas modificaciones para integrar la nueva información visual, acústica y olfativa que recibía fuera del agua, así como para adaptarse a la nueva locomoción terrestre, que necesitó el desarrollo de una musculatura corporal específica para mover las extremidades anteriores y posteriores.

Todas estas modificaciones hicieron evolucionar la pequeña y primitiva corteza cerebral de los anfibios hasta convertirse en la mucho más grande y compleja de los mamíferos. Esto ocurrió gracias a un aumento sin parangón en el número y tipos de neuronas, que permitió el paso de una corteza formada por tres capas de células, denominada paleocorteza (corteza antigua) propia de los reptiles, a otra más evolucionada y con seis capas, típica de los mamíferos, denominada neocorteza (corteza nueva). Este gran salto cualitativo fue fundamental para el aumento progresivo en las capacidades cognitivas en las distintas especies de mamíferos, llegando en última instancia al nivel más alto en los primates y el ser humano.

El desarrollo de la corteza cerebral depende en gran medida de las células de glía radial, las células madre encargadas de generar neuronas y de guiarlas durante el desarrollo embrionario hasta sus destinos finales dentro del cerebro. El incremento en la neurogénesis embrionaria a lo largo de la evolución dependió de una decisión binaria de las células de glía radial: la de generar neuronas de forma directa o indirecta.

En reptiles y aves, la mayoría de las neuronas corticales son producidas directamente a partir de las células de glía radial, mientras que en la neocorteza de los mamíferos la mayoría de las neuronas se producen de forma indirecta a través de células progenitoras intermedias, que se agrupan en la denominada zona subventricular, "la cuna de las neuronas", exclusiva del cerebro de los mamíferos. Este proceso para generar nuevas neuronas, aunque más lento, permitió una amplificación exponencial de la producción de neuronas nuevas que impulsó la evolución de la corteza a cerebral.

Hasta ahora se desconocían los mecanismos que regularon esta expansión de la corteza cerebral desde las tres capas de los reptiles y aves a las seis capas de los mamíferos. El laboratorio del doctor Víctor Borrell, del Instituto de Neurociencias de Alicante, centro mixto de la Universidad Miguel Hernández de Elche y el CSIC, ha dado un paso muy importante precisamente para comprender, tanto a nivel celular como genético, cómo tuvo lugar esta evolución, fundamental para dotarnos de características únicas.

En concreto, han identificado por primera vez una señal molecular clave para la expansión de la corteza cerebral y la adquisición de su compleja arquitectura en los mamíferos (neocorteza). Este hallazgo se hace aún más importante porque demuestra que esta evolución no se debió a la aparición de nuevos genes, como se ha sugerido recientemente, si no a la regulación fina de mecanismos genéticos ya existentes en reptiles, que son comunes en todos los amniotas.

Fue la regulación de los niveles de actividad de una vía de señalización altamente conservada, la del gen Robo (abreviatura de Roundabout, en inglés "rotonda"), la que hizo posible el cambio en la forma de generar nuevas neuronas, pasando de una neurogénesis directa y poco ineficaz a otra indirecta, mucho productiva. Mientras que la neurogénesis directa, propia de reptiles y aves, limita el número de neuronas nuevas y, por tanto, el tamaño de la corteza cerebral, la aparición de la neurogénesis indirecta permitió la producción de un volumen de neuronas sin precedentes. Esto se logró con la disminución de la expresión del gen Robo durante la evolución de los amniotas, como mecanismo primario que impulsó la expansión y la complejidad de la corteza cerebral a lo largo de la escala evolutiva.

El equipo del doctor Borrell ha utilizado experimentos de ganancia y pérdida de función génica en embriones de ratones, pollos y serpientes, y también en organoides cerebrales humanos, para demostrar que los niveles bajos del gen Robo, combinados con niveles altos del gen Dll1, son necesarios y suficientes para conducir a la neurogénesis indirecta que permitió el desarrollo de la corteza cerebral cada vez más grande y compleja de los mamíferos. Además, han comprobado experimentalmente en serpientes y aves que la disminución de la señal de Robo y la potenciación de Dll1 recapitula este proceso evolutivo, dando lugar a la formación de células madre que solo se forman en el cerebro de mamíferos, y que son necesarias para la neurogénesis indirecta, también exclusiva de mamíferos.