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Los padres del salario mínimo universal

La idea de una renta básica cuenta con el respaldo de varios premios Nobel y tiene su primera referencia en la «Utopía» que escribió Tomás Moro en el siglo XVI

Una persona que vive en un asentamiento, en una imagen reciente. fernando bustamante

Muchos de ustedes viven el día a día sin ningún tipo de garantías legales que los protejan (...). Ustedes, trabajadores informales, independientes o de la economía popular, no tienen un salario estable para resistir este momento... y las cuarentenas se les hacen insoportables. Tal vez sea el tiempo de pensar en un salario universal que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan; capaz de garantizar y hacer realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: ningún trabajador sin derechos». Quien así habla no es el líder de ningún movimiento revolucionario: es el Papa Francisco, en una reciente carta a los movimientos y organizaciones populares, escrita en plena pandemia del coronavirus. Una crisis sanitaria que ha acelerado un debate que ya estaba sobre la mesa de los más prestigiosos economistas mundiales: la renta básica universal -un sueldo fijo para toda persona, trabaje o no-, cuyo primer paso, el denominado ingreso mínimo vital, para los ciudadanos con rentas más bajas, comienza a pagar el Estado.

El covid-19 ha puesto de actualidad un intenso debate que lleva años desarrollándose entre algunos de los principales economistas, varios de ellos premiados con el Nobel. Un debate que, antes que económico, empezó siendo filosófico: su principal instigador en las últimas décadas es el belga Philippe Van Parijs, profesor de la Universidad de Lovaina y autor del trabajo La renta básica. Antes que él, Bertrand Russell, y remontándose en el tiempo, Thomas Paine y los humanistas Juan Luis Vives y Tomás Moro, que en su obra Utopía (1516), que Van Parijs marca como inicio de esta reivindicación, dice: «Muy severas son las sentencias que se dictan contra el ladrón y terribles los castigos; mejor sería, sin embargo, que a todos se les procurase el mantenimiento, para que nadie tuviera que encararse con la espantosa necesidad de ser ladrón primero y hombre muerto después». El que habla es el personaje llamado Rafael Hythlodeo, horrorizado ante las constantes ejecuciones de ladronzuelos en una visita a Inglaterra.

De vuelta al siglo XXI, con la crisis económica de 2008, el aumento de la desigualdad, la creciente precariedad laboral y el agravamiento de la situación por el covid-19, son numerosos los economistas que se han posicionado sobre la necesidad o no de impulsar una renta básica universal. Entre los más activos, los estadounidenses Eric Maskin y Peter Diamond, el chipriota Christopher Pissarides y la francesa Esther Duflo, al igual que su pareja, Abhijit Banerjee, de nacionalidad india (con el que compartió el Nobel en 2019). Claro que hay voces críticas, incluso entre economistas que son considerados políticamente progresistas, como Joseph Stiglitz o Paul Krugman.

Para Duflo y Banerjee, la crisis del coronavirus hace que haya que replantearse las políticas económicas: «La prudencia fiscal quizás sea menos importante hoy de lo que fue en el pasado. Ahora toca que los gobiernos ayuden a los ciudadanos y a la economía a través del gasto y no del ahorro», afirman en el artículo «En defensa de un ingreso básico universal», en The Guardian. En él, recomiendan «la puesta en marcha de una transferencia regular de efectivo que equivalga a la cantidad necesaria para la supervivencia básica». Defensores de utilizar el método científico (experimentos que ofrezcan resultados) en la economía subrayan que «no hay ninguna solución milagrosa para el problema de la pobreza». Ser pobre «es tener menos información, menos posibilidades de elegir su propia trayectoria y también menos protección contra los propios errores», subrayaba Duflo.

Christopher Pissarides defiende la renta básica universal desde hace muchos años. Nobel en 2010, argumenta que, con la robotización progresiva de los puestos de trabajo, este ingreso acabará siendo necesario. «La automatización es el reto del siglo», asegura. Si bien esta mecanización destruye empleos, también aparecen «otros nuevos». La robotización aumenta la productividad. «Los países serán más ricos, habrá más tarta que repartir. El problema es cómo hacerlo». Al mismo tiempo, «los países que se resistan a la automatización», pensando que va a destruir empleo, «perderán competitividad». Los damnificados serán «empleados de oficina, administrativos, contables? no afecta a los trabajos considerados de menor rango, como limpiadores? pero tampoco beneficia. La desigualdad aumenta. Habrá empleos relacionados con el ocio y la hostelería, con los cuidados de ancianos, que no están bien remunerados, porque la sociedad aún no los valora como se merecen». Por eso, el Estado del bienestar debe ofrecer un nuevo servicio: «La renta básica universal». Su propuesta pasa por que no sean más de 500 euros al mes, y nunca por encima del salario mínimo, para «no desincentivar a la gente» en la búsqueda de empleo.

Nobel en 2007, Eric Maskin es otro defensor de la medida. «La globalización ha dado oportunidades a la gente con conocimientos, pero ha dejado fuera a los que no los tienen», los denominados estados emergentes. En los países ricos, «el problema es otro, la automatización», afirma el estadounidense. Aboga por la redistribución de la riqueza, dándole «una red de seguridad a la gente que perderá su trabajo por la automatización». Es favorable a la renta básica universal, que ve como «muy importante. A largo plazo la mayoría de los trabajos terminarán siendo eliminados por las máquinas. Tenemos que prepararnos». Para Peter Diamond (premiado en 2010 junto a Pissarides), la renta básica universal acabará llegando, y apuesta por iniciarla en su país, EE UU, con una ayudas estatales a las familias con niños en riesgo de pobreza.

Hay quienes realizan propuestas alternativas, variaciones más asumibles económicamente de la paga universal. Así lo hace el francés Jean Tirole, autor de La economía del bien común, premiado con el Nobel en 2014, que viene a defender un modelo similar al que acaba de poner en marcha el Gobierno español. Tirole considera posible otorgar unas rentas mínimas a las familias cuyos ingresos son más reducidos. Paul Romer (galardonado en 2018) afirma que la renta universal «provocaría una polarización y división enormes, y no creo que redujera la desigualdad». En su lugar, exploraría otro concepto, el del subsidio salarial: «Hay personas que tienen habilidades bajas, y las empresas no quieren contratarlas. Si subvencionas esos salarios, las empresas pueden decir: no me soluciona mucho, pero tampoco me cuesta mucho». Piensa que este complemento a los salarios «es mejor para enfatizar que todos pueden contribuir». Para redistribuir la riqueza, pregona impuestos a las empresas y actividades digitales.

Detractores

La renta básica universal también tiene detractores entre los premiados por la Academia Sueca. El escocés Angus Deaton (2015) no cree «que sea la solución. Estoy preocupado por las políticas sociales, pero considero que deben propiciar que los individuos prosperen y se involucren en la economía. No es el caso de una renta universal». Edmund Phelps (Estados Unidos, galardonado en 2006) la ve como «una propuesta horrible» porque sugiere «que el trabajo no es importante, que solo importa el dinero... que ese es el único motivo para trabajar». No es tan contundente Paul Krugman, que afirma que está dispuesto a cambiar de parecer si el tiempo así lo dicta. Otro Nobel (2001) progresista, Joseph Stiglitz, niega la medida, ya que es partidario del papel dignificador del trabajo.

España no es el primer país que da pasos en este sentido. Los suizos la rechazaron en 2016 a través de un referéndum. En Alaska, desde 1982 se entrega a cada mayor de edad una parte del impuesto que se cobra a las petroleras: unos 2.000 dólares anuales por cabeza. En Finlandia se llevó a cabo durante dos años (2017 y 2018) un experimento para analizar su aplicación entre las personas de rentas más bajas. Los resultados llegaron hace poco: ligeros aumentos en los números de días trabajados, y sobre todo, mejoras en la percepción económica propia y en la salud mental -menores preocupaciones por el dinero-.

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