Como para casi todos los fenómenos de importancia global, las organizaciones internacionales presentan índices de brecha de género en los diversos países. De acuerdo al Global Gender Gap, en nuestro país estamos de enhorabuena. En el ranking de 2019 aparecemos en la 8ª posición, un salto importante desde la 29ª que ocupábamos en 2018, habiendo «cerrado» casi el 80% de nuestra brecha de género. Sin embargo, estos datos agregados son engañosos, cuando miramos la realidad.

Prefiero hablar de «brechas» de género, en lugar de brecha. Simplemente, porque esas diferencias aparecen en diferentes aspectos de la vida y, aunque están interconectadas, puede ser bueno poner el foco por separado en algunas de ellas.

Es importante distinguir entre las diferentes causas de las brechas de género. Unas son biológicas (la maternidad; mayor longevidad, diferente estado de salud). Otras son sociales (estereotipos de género o convenciones), y otras de comportamiento en parte asociadas a las dos previas, pero también a las decisiones personales.

El comienzo de la discriminación aparece en la infancia, y es debida fundamentalmente a los estereotipos sociales: el vestido, los juegos, la imitación de los roles familiares. Esto condiciona, posteriormente, las decisiones de educación en la etapa postobligatoria y, sobre todo, en las decisiones vitales de reparto del tiempo en la edad adulta: trabajo, dedicación a la familia, etc. Aunque hay un 5% más de mujeres que hombres en edad de trabajar con estudios universitarios, las mujeres están infrarrepresentadas en el mercado laboral. Tienen más paro que los hombres, cobran menos, ocupan menos puestos de responsabilidad, trabajan más a tiempo parcial, y se concentran en sectores específicos que, tradicionalmente, perciben salarios más bajos.

La brecha de género en el mercado laboral se explica mayoritariamente por la maternidad. Varios estudios han determinado que, tras el nacimiento del primer hijo, mientras que el salario del hombre no se ve afectado, el salario de la mujer cae entre un 17% y un 25%, y, lo que es peor, esa caída no se recupera en los siguientes años tras la maternidad, explicando cerca del 80% de las diferencias salariales. Y este es un fenómeno que se presenta incluso en los países nórdicos, el Reino Unido o EE UU. Y nos preguntamos por las causas de la caída en la natalidad, un 2,5% inferior a la de 1975 y con un retraso de seis años en el nacimiento del primer hijo, de los 25 a los 31.

Hay otros tres elementos que explican la brecha de género en el trabajo. Uno es pura discriminación preventiva (como se observa en las diferencias de reclutamiento cuando se conoce el sexo de los candidatos, o se desconoce). El otro es un factor cultural que penaliza el éxito profesional de las mujeres en el plano personal, siendo percibido por ellas como una amenaza, lo que provoca que se revelen como menos ambiciosas que sus congéneres masculinos. Finalmente, hay un elemento relacionado en parte con las preferencias, y también de índole cultural, lo que explica que la mayoría de las mujeres universitarias se concentren en estudios relacionados con la sanidad, y su presencia en las carreras técnicas o de ciencias (las de mayor futuro profesional) sea minoritaria.

Observando a las mujeres a lo largo de su ciclo vital, aparece una de las causas más importantes de discriminación: la conciliación y la dedicación a cuidados informales no remunerados que caen, mayoritariamente, sobre los hombros de ellas. Esto influye posteriormente en la cuantía de las pensiones. La pensión promedio de una mujer es en media un 64% de la de un hombre, a pesar de que son ellas las que, mayoritariamente, perciben pensiones de viudedad. Esta diferencia en las pensiones tiene un efecto importante en la etapa final de la vida, pues, aunque las mujeres por encima de los 65 años viven, en media, casi cuatro años más que los hombres, lo hacen en un estado de salud peor, y, en muchos casos, en situación de soledad. El coste de la dependencia para las mujeres mayores representa, a partir de los 85 años, 2,4 veces el importe de su pensión media, mientras que para los hombres es de apenas 1,4 veces.

Una forma de analizar las brechas de género consiste en evaluar las pérdidas derivadas de las desigualdades reales. En una serie de estudios muy provocadores, el clúster ClosinGap ha evaluado recientemente las pérdidas monetarias a nivel nacional provocadas por las brechas de género. Para ello, realizan lo que los economistas llamamos un ejercicio contrafactual que consiste en crear una economía ficticia en la que cada una de las brechas de género desapareciera, y comparar dicha economía ficticia con la situación real.

¿Qué sucedería en esa economía ficticia en la que las brechas de género desaparecieran? En un ejercicio arriesgado, se podría llegar a estimar las pérdidas en que estamos incurriendo por no tener una sociedad en la que (1) hay perfecta conciliación en las tareas del hogar -hombres y mujeres dedican las mismas horas-, (2) hay perfecto equilibrio en el mercado laboral -hombres y mujeres cobran los mismos salarios y ocupan puestos de responsabilidad de modo equitativo-, (3) los cuidados informales pasan a ser parte de la economía formal, creando nuevos puestos de trabajo y nuevas cotizaciones, y (4) la tasa de natalidad se hubiera mantenido en los niveles de 1975.

En ese país inventado, hoy tendríamos más de un 1.200.000 habitantes adicionales, de los cuales 800.000 integrarían la población activa. En términos del PIB anualmente, esto supondría un aumento de 31.000 millones de euros, equivalente al 50% del gasto en Sanidad, y un aumento en cotizaciones a la Seguridad Social de 2.800 millones de euros. Por otro lado, la pirámide poblacional sería diferente, con una tasa de dependencia menor que la estimada para los próximos 50 años, del 51,7%. La externalización y formalización de los cuidados a los dependientes supondría 7.800 millones de euros al año, equivalente al 85% mensual de las pensiones contributivas. Si hubiera perfecta conciliación en las tareas del hogar, el equilibrio en el mercado laboral supondría unos 100.000 millones de euros anuales (aproximadamente el 8,9% del PIB). Finalmente, reducir las diferencias salariales, eliminando las diferencias en las mismas categorías profesionales, y equilibrando la representación femenina en altos cargos, supondría en términos absolutos unos 49.000 millones de euros anuales, un 4% del PIB.

El ejercicio anterior es, desde luego, un brindis al sol, pero sirve para reflexionar y poner el dedo en la llaga del coste social que supone mantener las brechas de género.