El 1 de diciembre último, ha tomado posesión la nueva Comisión Europea, presidida por la alemana Ursula von der Leyen, tras las elecciones de mayo al Parlamento Europeo; es hora de decidir cómo va a enfrentarse la UE a los grandes desafíos que tiene planteados, si quiere garantizar su supervivencia a largo plazo.

Uno de los problemas prioritarios consiste en resolver, de una vez, las deficiencias que todavía subsisten de la unión monetaria. Es necesario garantizar la estabilidad del sistema, favorecer la convergencia de los Estados miembros, para minimizar el riesgo de futuros choques asimétricos, o mutualizar riesgos sin incentivar que se incurra en «riesgo moral». En otros términos: la prioridad de la Comisión, del Parlamento Europeo y de los Estados miembros debería ser fortalecer una unión monetaria a prueba de crisis. Es cierto que, como consecuencia de la crisis financiera internacional y la de la deuda soberana, se adoptaron algunas medidas, pero no han sido suficientes y hay que apuntalar totalmente el edificio para que no se venga abajo.

Tomemos como ejemplo la idea de un fondo monetario europeo; aunque ha costado mucho aceptar la idea de su conveniencia, parece que ya nadie la discute. Sin embargo, son demasiados los que cuestionan que dicho fondo deba tener autonomía de gestión, o incluso que dependa directamente de la Comisión. En su lugar, prefieren que sea una institución intergubernamental. Si finalmente fuera así, la fórmula complicaría mucho la toma de decisiones y la demoraría, cuando la experiencia demuestra que, ante situaciones de pánico como las que ya se han vivido en los mercados financieros, se requieren respuestas muy rápidas. La eficacia de un fondo de tales características exige soluciones claras y rápidas, para cortar de raíz los ataques especulativos que pueden producirse.

También hay que completar el mandato del Banco Central Europeo, para que pueda ser prestamista de última instancia, papel que no tiene reservado, cuando todos los bancos centrales de las principales economías ostentan, entre otras, dicha función. Es comprensible el temor de algunos Estados miembros a que el BCE pueda comprar masivamente deuda de un gobierno excesivamente endeudado, porque es cierto que existe un potencial conflicto entre un mayor nivel de seguridad financiera, para toda la unión monetaria, y establecer mecanismos que puedan incentivar comportamientos irresponsables. Es un conflicto que solamente se puede resolver políticamente.

Así pues, mejorar los sistemas de protección frente a la crisis es una tarea pendiente y urgente. Pero no es la única, también es necesario establecer mecanismos que favorezcan el dinamismo de las economías europeas. Hoy existe una gran necesidad de inversión; pensemos, simplemente, en las exigencias asociadas a las transformaciones necesarias, en materia de energía, para abordar los problemas de la crisis climática, o para intentar no perder el tren de la revolución de la economía digital, que hoy comandan EE UU y China. Sería imprescindible lanzar un gran programa de inversión europea asociado a esos dos grandes asuntos: la expansión masiva de las energías renovables y el diseño de una política industrial que favorezca el desarrollo de la economía digital.

Pero cuando se habla de un presupuesto para la UE, automáticamente surge el debate sobre los contribuyentes netos y los beneficiarios netos; esta es una gran barrera para impulsar el proyecto europeo, ya que los que se consideran contribuyentes netos quieren pagar menos. Pero esta es una visión incompleta, porque los saldos financieros, además de poder medirse en términos presupuestarios, también podríamos computarlos en términos de la balanza por cuenta corriente; en este caso, los contribuyentes netos serían aquellos que importan más de lo que exportan dentro del mercado único europeo, y al contrario, países como Alemania, que exportan mucho más de lo que importan, serían beneficiarios netos. Pero de esto no se habla demasiado.

El inmenso desequilibrio de las cuentas exteriores de la economía alemana, es consecuencia de un exceso de ahorro y, por tanto, de insuficiencia de gasto, particularmente en sus niveles de inversión. Pero es que ese superávit sorprendentemente alto y sostenido -es mayor que el de China en términos absolutos, y mucho más en relación al PIB„no solamente es malo para la economía mundial y para la europea, sino que también lo es para la alemana. Porque en parte se debe a unos salarios comparativamente deprimidos, lo que debilita el consumo, y favorece la parte del ingreso nacional que va a manos de los propietarios del capital, agudizando los niveles de desigualdad.

Pero con las reglas fiscales existentes en el seno de la UEM, tampoco es posible que la política fiscal de los Estados miembros favorezca el dinamismo de la economía. Parece que no se ha entendido que establecer una regla presupuestaria que limite el déficit elimina el papel anticíclico de la política fiscal, porque contribuye a que el gasto sea endógeno al crecimiento: puesto que los ingresos del gobierno están directamente relacionados con las rentas, una regla fiscal cuantitativa hace que el nivel del gasto público se derive directamente del PIB. Por ello, en general, las reglas fiscales establecidas en la UEM deprimen el crecimiento.

Unos niveles bajos de inversión, pública y privada, perjudican el potencial de oferta y la competitividad de la economía, en un momento en el que es necesario abordar con rapidez y decisión la transición energética y la transformación tecnológica.

En la actual coyuntura, aunque la economía sigue creciendo discretamente, el mero hecho de una desaceleración es motivo de preocupación, ya que todavía tenemos que recuperarnos completamente de la última gran recesión. Estas situaciones no son inevitables, puesto que existen medios para aliviar los efectos de una ralentización de la economía, o incluso de una recesión. Podríamos convenir que el BCE ha cumplido, sobradamente, mediante una política monetaria expansiva, reforzada incluso el pasado mes de septiembre -lo que ha originado protestas de algunos países del norte. Pero con los tipos de interés en los niveles actuales, la política monetaria pierde gran parte de su efectividad, por eso es necesario que los países de la eurozona asuman su parte de carga a través de la política fiscal. En ausencia de una política fiscal activa, la sombra del estancamiento, si no de la recesión, persistirá.

La política de la Unión, y particularmente la de la eurozona, sigue siendo confusa. Las fuerzas pro europeas carecen de la voluntad política necesaria para continuar impulsando la integración, mientras las corrientes euroescépticas son cada vez más fuertes y vociferantes. El resurgir de los nacionalismos rechaza vigorosamente avanzar para conseguir «más Europa» y rehúsa completar la unión monetaria. Lamentablemente, es lo que tenemos: la UE está en una encrucijada.