Apenas dos semanas separan a Mario Draghi de la finalización de su mandato como presidente del Banco Central Europeo; es muy posible que los alemanes celebren por todo lo alto su salida.

Hasta tres consejeros alemanes le han dimitido al banquero italiano antes de cumplir el periodo para el que habían sido elegidos, por sus profundas diferencias con el diseño de la política monetaria del banco central; la última, Sabine Lautenschläguer, con una anticipación de dos años, inmediatamente después de la decisión, el 12 de septiembre último, de relanzar la política de flexibilización cuantitativa, sobre la que previamente ya se había manifestado pública y abiertamente contraria.

Lo mismo opinan los presidentes de los bancos centrales de los países del norte de la UEM y el presidente de la Asociación Alemana de Cajas de Ahorros ha llegado a acusar a Draghi de cambiar la vida de millones de alemanes a peor, por «absorber» sus ahorros.

Ya en 2014, la mayoría de los miembros del Consejo Alemán de Expertos Económicos criticó la política expansionista desarrollada por el BCE, anticipando entonces que daría lugar tanto a un fenómeno de fuerte inflación como a la inestabilidad de los mercados financieros. No conozco que hayan rectificado, después de que tales amenazas no se hayan materializado después de un lustro.

Sin duda, la flexibilización cuantitativa, como cualquier otra política alternativa, no es, ni de lejos, perfecta. De hecho, una de las cosas que más podrían criticarse es que, a pesar de la inmensa cantidad de liquidez inyectada en el sistema, la política monetaria del BCE ha resultado ineficaz en su objetivo de acercar la inflación al 2%, ya que el crecimiento medio de los precios durante el periodo se ha quedado prácticamente en la mitad.

También es cierto que la flexibilización cuantitativa ha dado lugar a un aumento de la desigualdad, en la medida en que ha hecho crecer el precio de los activos financieros, que, como norma, suelen estar en manos de los más ricos (también de los alemanes más ricos), mientras que, al reducir tanto los tipos de interés penaliza el ahorro de las clases medias, que han quedado sin remuneración. Y, además, ha aumentado el precio de las propiedades inmobiliarias, encareciendo simultáneamente los alquileres y, por tanto, reduciendo el poder adquisitivo de los inquilinos.

Podría incluso criticársele que, al abaratar tanto el crédito, ha facilitado la supervivencia de empresas que, en otras condiciones no serían rentables, desincentivando su modernización a través de la innovación y la mejora de su eficiencia.

Particularmente controvertidas han sido las compras de bonos corporativos, ya que necesariamente se han concentrado en grandes compañías multinacionales, que son las únicas que, hoy por hoy, pueden permitirse el lujo de emitirlos. El programa de compras de bonos corporativos, por su propia naturaleza, preserva un statu quo indeseable.

Nada es inmejorable; pero la misión de un banco central no está en corregir la desigualdad o alcanzar otro tipo de objetivos distintos a la estabilidad de los precios.

Sin embargo, la generalizada actitud negativa de los alemanes frente a Draghi es profundamente injusta, porque, en gran medida, la responsabilidad de que haya sido necesaria la política monetaria que ha impulsado tiene su origen en la visión con la que el gobierno alemán ha practicado su política económica, ampliamente apoyada por su opinión pública.

Alemania ha sido el país que con más insistencia ha impulsado las políticas de austeridad, a partir de 2010, consiguiendo, en 2011, que se modificara el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, para endurecer las reglas fiscales, y también la imposición de que se flexibilizaran los mercados de trabajo de los países del sur, consiguiendo abaratar el coste de la mano de obra y, por tanto, reduciendo la capacidad de consumir de amplias capas de la sociedad. Ambas cosas, austeridad fiscal y flexibilización del mercado de trabajo, se combinaron para detener la recuperación puesta en marcha en aquel momento y hacer que la eurozona recayera en la recesión y en un grave riesgo de deflación.

Tal riesgo, unido a la crisis de la deuda soberana iniciada en Grecia y extendida al resto de los países del sur, que llegó a poner en cuestión la propia supervivencia del euro, fue lo que empujó a Draghi a cambiar la errónea política monetaria de su predecesor, salvaguardando la existencia de la moneda única, al tiempo que ha tenido claros efectos positivos sobre el crecimiento y el empleo, en ausencia de una política fiscal activa.

Alemania se ha beneficiado, particularmente, en muchos aspectos de la política monetaria del BCE: ha podido emitir deuda a tipos de interés negativos, con un gran ahorro fiscal en el coste del servicio de la deuda. Pero, además, al haber depreciado el valor del euro frente al dólar, ha favorecido durante muchos años la evolución de la economía alemana, totalmente expuesta a las exportaciones, generando reiterados y notables superávits en su balanza por cuenta corriente.

Por tanto, las empresas y los trabajadores alemanes no tienen, objetivamente, tantos motivos como aparentan sus manifestaciones para quejarse de la política de flexibilización cuantitativa.

Habría que recordar que, a partir de 2017, el BCE comenzó a anunciar la relajación de la flexibilización cuantitativa, pero los nuevos acontecimientos internacionales: guerra comercial, Brexit, aumento del precio del petróleo, han hecho que la economía europea haya desacelerado su crecimiento, con amenaza de que incluso Alemania entrara en recesión, lo que ha motivado las nuevas medidas adoptadas el 12 de septiembre último, para relanzar el programa.

Si Alemania no quería, o no quiere, flexibilización cuantitativa tiene en sus manos evitarla, y, en lugar de haber estado buscando, y haber logrado, superávits presupuestarios desde 2013, e imponer al resto de la eurozona déficits cero, podría abordar un ambicioso plan de inversión pública y facilitar una relajación de las normas fiscales, al menos para permitir que inversiones que son cada día más necesarias, como las ligadas a la innovación y a la transición energética, dejen de computar a efectos del cálculo del déficit.

También podría haber permitido que sus costes laborales unitarios aumentaran por encima del objetivo de inflación del BCE, lo que habría hecho posible que, al mismo tiempo, crecieran en otros países de la eurozona, facilitando la consecución del objetivo de inflación y, en consecuencia, desactivando la necesidad de inyectar más dinero en el mercado.

Yo creo que también los alemanes deberían estar agradecidos a la gestión de Draghi, pero, sin duda, y a pesar de la certeza de las críticas a algunas de las consecuencias de la flexibilización cuantitativa, los países meridionales deberían reconocerle todo lo bueno que ha aportado.

Esperemos no tener que echarle en falta los próximos años.