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¿Qué país deseamos?

¿Conoce usted a alguien a quien le guste pagar impuestos? Yo no. Me atrevería a decir que prácticamente a nadie le gusta; es más, casi con seguridad, quienes consideran que pagan «demasiado» en impuestos, constituyen multitud

También es cierto que la mayoría de la gente sí aprecia aquellas cosas que se financian con la recaudación de los impuestos. ¿Conoce usted a alguien a quien no le interese disponer de una educación, una sanidad, unas infraestructuras y, en general, de unos servicios públicos de calidad? Muy probablemente, no. Por eso, con frecuencia escuchará a políticos, incluso de distintas tendencias, prometer que van a mejorar los servicios o las prestaciones públicas. La pregunta relevante es, ¿con qué recursos?

Casi siempre que se acercan elecciones, podrá oír que algunos partidos van a bajar los impuestos. O tal vez, que aumentarlos supondrá un freno al crecimiento económico y a la creación de empleo.El pago de impuestos siempre es motivo de importantes diferencias políticas.

En los libros de introducción a la Economía, se nos enseña que los impuestos empeoran el bienestar tanto de los productores como de los consumidores, en una cuantía total que supera la recaudación que obtienen las administraciones, como consecuencia de una pérdida irrecuperable de eficiencia.

Es poco discutible, suponiendo que todo lo demás permaneciera constante (cosa que, obviamente, no sucede), que los impuestos reducen los incentivos que hacen crecer la economía y, por tanto, bajar los impuestos estimula el crecimiento. Ese es el argumento fundamental que utilizan los defensores de la economía de la oferta. Probablemente haya oído usted hablar de la curva de Laffer, que, gráficamente expresa la idea de que a partir de unos tipos impositivos altos, aumentar los impuestos reduce la recaudación, mientras que disminuirlos la incrementa. Esa es la idea que abrazó Ronald Reagan, tras ser elegido presidente, para realizar un gran recorte de los tipos marginales.

Es posible que, para unos tipos marginales excesivamente altos, inexistentes en España y en prácticamente todo el mundo occidental, una disminución de los tipos diera lugar a un aumento de la recaudación. Pero lo cierto es que no existe evidencia empírica que lo haya demostrado en la práctica. De hecho, cuando Reagan bajo los tipos, el resultado no fue un aumento, sino una disminución de los ingresos fiscales, que generó un enorme déficit presupuestario, porque una cosa es que reducir los impuestos incentive el crecimiento económico, y otra muy distinta, que dicho crecimiento sea suficiente para financiar el recorte impositivo. Dicho de otra forma, si se pretende reducir los ingresos por impuestos, lo más honrado es decir qué gastos públicos se van a suprimir; qué programas gubernamentales van a ser eliminados, porque la evidencia demuestra que si se bajan los impuestos no habrá dinero suficiente para pagar los servicios públicos de los que se dispone con el mismo nivel de calidad.

Reducir impuestos y mantener gastos conduce a la reiteración de déficits presupuestarios que son insostenibles en el tiempo, porque originan un desajuste entre los beneficios que deseamos, y esperamos, recibir de las administraciones públicas, y los ingresos que las mismas son capaces de recaudar. No me considero un fundamentalista del equilibrio presupuestario. Es más, considero que, en determinadas circunstancias, los déficits presupuestarios no solamente son posibles, sino deseables. Pero, a largo plazo, las cuentas públicas deben estar equilibradas y, en consecuencia, si se quiere reducir los impuestos -cosa perfectamente legítima- es necesario decir a qué servicios, en calidad y/o cantidad, pretendemos renunciar. No se crean, pues, la moraleja que describe la famosa curva de Laffer, al menos no para la economía española.

Hay economistas que igualmente defienden la reducción de impuestos, pero con argumentos distintos, en mi opinión, desde una postura más transparente: simplemente quieren que el sector público de la economía sea mucho más pequeño de lo que es. Entienden que la mayor parte de los servicios públicos de los que disfrutamos son realmente bienes privados y, en consecuencia, deben ser financiados no con impuestos, sino con los recursos particulares de cada uno, porque ello, además, incentiva el trabajo y el espíritu de superación.

Soy de los que, entre otros muchos, pensamos que no hay nada malo en los mercados, en la iniciativa empresarial privada y en el establecimiento de incentivos para mejorar el crecimiento. Al contrario. Pero también creemos que la economía no es solamente eficiencia y crecimiento, sino que, además, ha de ocuparse de la equidad y de las políticas sociales. Y no hay equidad sin redistribución, ni ésta es posible sin un sistema impositivo adecuado.

Pasemos de la percepción de que pagamos "demasiado" en impuestos, a medir cuánto pagamos realmente. Está generalmente aceptado que esa medición se realice a través de lo que conocemos como "presión fiscal", que no es más que la relación entre el total de los impuestos que se pagan en un país a todas las administraciones públicas, por cualquier concepto que grave las rentas, el gasto o la propiedad, y el producto interior bruto del mismo país.

Según la oficina estadística de la UE (Eurostat), en la Unión a 28, los ingresos públicos totales, en 2017, como media, ascendieron al 44,9 por ciento del PIB. Si nos referimos a la zona euro, esa presión fiscal se eleva, en promedio, al 47,1 por ciento. Para el mismo año, la relación entre recaudación impositiva y producto interior bruto, en España, se situó en el 37,9 por ciento de nuestro PIB; o sea, 7 puntos porcentuales por debajo de la media de la UE-28 y 9,2 puntos porcentuales por debajo de la media de la zona euro. El PIB de España, en 2017 fue un billón, ciento sesenta y seis mil millones de euros. Con la misma presión que en la zona euro, España, ceteris paribus, habría recaudado ciento siete mil millones de euros adicionales.

Para ser más concretos, en 2017, de los 28 países de la UE, solamente siete tuvieron menor presión fiscal que España: Chipre, Malta, Letonia, Bulgaria, Lituania, Rumania e Irlanda.

Por tanto, sin realizar valoraciones -cada cual que haga la suya- lo que sí podemos constatar es que, objetivamente, en España se paga en impuestos mucho menos que en los países de nuestro entorno, aun cuando los tipos impositivos sean homologables, lo que evidencia una enorme bolsa de fraude fiscal. En España hay un trabajador de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria por cada 1.928 contribuyentes, mientras que la media de la UE es uno por cada 970, o sea, prácticamente la mitad.

Por supuesto, la presión fiscal del país no nos dice nada sobre cómo se reparte esa carga impositiva. Lo que, sin duda, es muy importante.

Si acudimos a los datos que hace públicos la AEAT comprobaremos que, diez años después del inicio de la crisis, la recaudación procedente de los impuestos de la renta de las personas físicas y sobre el valor añadido, se ha más que recuperado, pero el impuesto de sociedades está, todavía, prácticamente en la mitad de lo que se recaudó en 2007. Además, el tipo efectivo del impuesto de sociedades sobre los resultados positivos fue, el pasado año, del 10 por ciento, aunque el de los grupos consolidados, donde se encuentran las mayores empresas, fue del 6,14%. Es cierto que ese dato está condicionado por los créditos fiscales derivados de pérdidas pasadas, pero no es menos cierto que parece que existe margen de mejora. Cada cual que saque sus conclusiones.

Pagar más o menos impuestos y de qué forma se distribuye la carga fiscal es algo que, en último término, solamente deciden los ciudadanos con su voto. Así que procede que cada uno se pregunte, ¿qué país deseo?

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