Empieza a llover sobre las casas bajas del barrio ilicitano del Cementerio Viejo. Dos turismos callejean. Dejan atrás a un tipo que carga una bolsa en un ciclomotor desde un portal, que se queda quieto con mirada entrecerrada antes de desaparecer del retrovisor con el giro del último coche. «¿Habéis visto la bolsa? Estaba llena de pares de zapatos. Ahora se empezará a correr la voz de que hemos llegado», cuenta el subinspector. Si el grupo de agentes de la Policía de la Generalitat Valenciana que dirige Manuel Rangel no llega al sitio antes que el chivatazo, se encontrará una nave cerrada y sin luz en lugar de un taller clandestino de calzadotaller clandestino de calzad trabajando a toda máquina.

Un compañero del primer coche llega a lo que parece un negocio de chapa y pintura al final de un callejón. Llama a la puerta. Tarda algunos segundos pero alguien se decide a abrir. El oficial de paisano muestra la placa, entra en el interior de la nave y grita que saquen los DNI antes de que el empresario, un hombre de cincuenta años en pantalón corto que lleva un auricular bluetooth en la oreja, pueda reaccionar. Ha llegado el día que teme todo patrón de la economía sumergida: un desembarco policial con toda la plantilla en la fábrica.

La primera sensación al entrar llega por los vapores de la cola clavándose en la mucosa nasal. Después llega el contagio de la tensión de los trabajadores, congelados sobre sus viejas máquinas mientras los agentes se esparcen por el taller. Por último, se percibe la discordia entre la atmósfera cerrada y lúgubre de la nave y las rancheras que salen de una radio. «Pueden seguir trabajando», les dice el subinspector, con todos sus documentos en el bolsillo. La cosa no va con ellos. Al menos, no contra ellos.

Así trabajan en los talleres ilegales de donde salen los zapatos "made in Spain" de las mejores tiendas

Así trabajan en los talleres ilegales de donde salen los zapatos "made in Spain" de las mejores tiendas

Uno de los policías le pide al tipo del auricular, que se identifica como el propietario del taller, que le entregue la documentación con los contratos de las personas que tiene pegando cercos a suelas de zapato. Niega con la cabeza. «No saco lo suficiente para contratar. Llevamos aquí unas semanas porque ha entrado un poco más de faena, que si no estaría yo solo trabajando», se justifica. De los seis trabajadores que hay dentro, sólo él cotiza, como autónomo.

«Este material es bueno», opina uno de los agentes sujetando una suela de la talla 44. Lleva el logotipo de Emidio Tucci y el sello «Made in Spain» grabados en dorado. Hay más nombres conocidos en bolsas, cajas y albaranes. Beberlis, Free People, Mango Man. Aparecen en la descripción técnica de los detalles que deben llevar las piezas. Ni rastro de quién ha hecho el encargo ni a quién.

El policía al mando explica que éste es el eslabón más bajo de la cadena de producción. Los talleres pequeños aceptan encargos de un intermediario, que consisten normalmente en añadir o coser partes a la pieza principal del zapato. Esta persona trae el material y lo recoge cuando está completo, pagando poco y sin dar información al dueño del taller sobre la fábrica que hace el pedido. «El precio se pacta verbalmente, no viene en los albaranes», añade el policía.

El empresario se lo confirma poco después. Dice que trabaja para una fábrica de prefabricados, que la misma persona que le trae la faena se la lleva y que no sabe nada más. «Yo sólo añado los cercos. Pagan 20 céntimos por pieza, pero depende del par. A veces más, menos...». El ambiente es «omertoso» . No sé, no lo he preguntado, no me consta.

Con sacacorchos, el subinspector extrae un relato de los cinco empleados. Llevan entre unos meses y unos días en el taller y dicen trabajar cinco horas al día, de 8 a 13 horas, por unos 200 euros a la semana. Los más veteranos torean la entrevista. Pero al más joven se le escapa lo que los demás callan: las jornadas se alargan cinco horas más por la tarde, entre las tres y las ocho. «Son diez horas de curro, tío», le reprende paternal Rangel. «Es lo que hay», contesta el muchacho, encogiéndose de hombros.

El vapor punzante de los adhesivos empieza aturdir a los visitantes. «¿No te marean los gases?», pregunta a uno de los trabajadores. «Estoy acostumbrado ya. Y en tos laos es igual», le responde mientras fuma con indiferencia. «Yo no lo noto , no da tanto olor», protesta un compañero.

A dos metros de él, en el suelo, hay una lata que rezuma un cabello de ángel blanquecino. Al lado hay otra de Supertec 3200 RP, una base solvente que fabrica una empresa de Redován. Tiene tres pictogramas bajo el nombre comercial. «Riesgo mutágeno, cancerígeno o para la reproducción», recita el segundo agente al mando de la operación. «Esto da cáncer y mira cómo lo trabajan». Hay latas con adhesivos por todo el taller, cerca de las mesas de trabajo. Tienen este dibujo, el de los bronquios estallando dentro de una silueta humana, y también la llama de «material inflamable», los peces muertos de «peligro para un medio acuático» y el signo de admiración de «toxicidad aguda». No hay guantes, ni extractores, ni mascarillas, ni una triste ventana abierta. Tres ventiladores viejos remueven el aire con más vocación de simular frescor que de diluir la contaminación.

Tampoco hay extintores, a pesar de que las colas arden, de que varios de los trabajadores fuman y de que un chico murió el año pasado en el incendio de un taller próximo provocado por esas mismas condiciones de precariedad e inseguridad.

«Le comento... Son dos delitos, uno contra los derechos de los trabajadores y otro contra la salud de los trabajadores. No hay nadie dado de alta y están trabajando sin seguridad», explica el subinspector al patrón. Le escucha apoyado en el marco de una puerta. Asiente con cara de «lo sé, pero qué quieres que haga». Tiene cita la semana que viene para prestar declaración. Si las multas son muy elevadas, tendrá que cerrar y la gente que tiene dentro deberá volver a buscarse la vida. Con toda certeza, en otro de los cientos de talleres clandestinos como este que hay en la ciudad. «Serán unos 20.000 euros», calcula el subinspector antes de subir al coche.

Chasquea la lengua. Luchar contra el calzado sumergido en Elche y el sur de la provincia es como el juego de aplastar topos con un mazo. Le das a uno, salen cuatro más. Sin una ley que permita trazar toda la cadena de producción y termine con la red de túneles que son las subcontratas, los agentes sólo pueden jugar a mejorar la puntuación de sus cacerías. En 2016 afloraron por las inspecciones de la Policía Autonómica 16 empresas ilegales y 61 trabajadores sin dar de alta. En 2017 se detectaron 43 empresas y 343 trabajadores irregulares. Este año parece que volverán a superarse: a finales de mayo llevaban 25 empresas y 129 empleos sumergidos, según los datos que manejan desde la Generalitat Valenciana.

Hay tiempo de hacer otra inspección antes de volver a la central. El equipo de policías quiere revisar un taller que están investigando desde hace semanas. «Es que viven allí. En la planta inferior está la fábrica y en el piso de arriba tienen una cocina, baños y las camas», explica el coordinador de la operación.

Vivo en el trabajo

Aparcan en una calle perpendicular a la cuesta donde se levanta un gran complejo industrial que parece abandonado. Rangel golpea el aluminio de la puerta. Nadie responde. Sus compañeros se apostan en la segunda entrada. Esperan. «Están dentro», afirma un compañero. Ha visto la cabeza que se ha asomado un segundo desde el piso superior.

Una mujer china abre poco después. Saluda amable y los agentes entran con menos prisa que en el otro taller. Un hall oscuro da paso a una sala llena de mesas de trabajo y halógenos mal colgados donde trabajan cuatro personas con máquinas. Parecen reconocerlos a todos de la última visita, pero deciden recorrer toda la instalación. Huele a cola y a quemado, como si se hubiesen desplumado gallinas con soplete.

Suben la escalera del fondo. Da a una sala con varias mesas para comer. La cocina está al final, bajo una celosía llena de grasa - «si eso prende, se quema toda la planta», apunta un agente-. A la derecha, aparece una estancia de paso y una pared de madera contrachapada que no toca el techo de la fábrica. «Se han hecho ahí las habitaciones, con paneles de madera. Detrás hay un pasillo con varias puertas, un cuarto por cada familia». Se oyen cuchicheos y risas nerviosas tras la madera. «Son los niños. Están escolarizados, pero en verano se pasan aquí todo el día».

Sus padres están abajo, sobre las máquinas y los hilos. Rangel explica que hacen turnos de 24 horas y que se cobra por producción. «Están dados de alta, pero trabajan muchas más horas de las que tienen. Cosen todo el día y, cuando se cansan, suben un par de horas a dormir y luego bajan otra vez. Nadie sale a no ser que sea imprescindible», cuenta. Esta tarde tendrán que hacerlo.

Un compañero avisa al jefe: han encontrado algo. Abajo el clima se ha enrarecido. Los policías han encontrado a un hombre dentro de una sala viendo una película en el ordenador, pero no es capaz de mostrarles su pasaporte. Creen que puede estar en situación irregular. Sacan las esposas y se lo llevan detenido. La mujer pregunta cuándo puede ir a verle con el abogado. Los demás siguen cosiendo.

El grupo de policías se separa. Unos llevan al detenido a la Comisaría, los otros devuelven a los periodistas al punto de encuentro. El segundo de Rangel mira a los cristales de la parte trasera de la fábrica. «Y aún habrá gente que piense que no existe la esclavitud en España», dice antes de subir al coche.